martes, 21 de julio de 2009

Cronkite y la objetividad / Alejandro Muñoz Alonso *

Se oye a menudo en las facultades de periodismo la afirmación de que la objetividad en la información es una meta tan honorable como inalcanzable. Es inevitable —se afirma- que cada periodista “informe” desde su particular punto de vista, esto es desde su propia y particular subjetividad y así se justifica que cada informador nos dé “su” versión de los hechos, que tantas y tantas veces nada tiene que ver con la realidad.

La consecuencia inevitable —y aquí en España lo sabemos muy bien- es que legiones y legiones de periodistas se hayan olvidado por completo de que el periodismo es un servicio a la sociedad, a toda la sociedad, y se acomoden, ¡y con qué gusto!, al papel de correas de transmisión del partido político que les paga o les “apesebra” (en la inmensa mayoría de los casos el que gobierna).

Por supuesto, en todas esas situaciones, la verdad desaparece como un objetivo que cada periodista está obligado a alcanzar, porque su profesión existe para eso y solo para eso. Escamoteada por todos los artilugios de las nuevas y de las viejas tecnologías, se llega a una situación que ya denunciaba Jefferson en 1807: “Nada se puede creer de lo que ahora se lee en un periódico: la verdad misma se vuelve sospechosa al colocarse en ese instrumento contaminado”.

Otra cosa muy distinta es el propagandista político que sólo por un abuso al que no se reacciona como sería preciso se le considera miembro de las profesiones informativas. En realidad, el propagandista político pertenece al cada vez más nutrido ejército de quienes, desde distintos tipos de actividad y diferentes trincheras, se pone al servicio, no ya de una ideología sino de un partido.

Está en su derecho, pero eso no es periodismo, aunque quienes se dediquen a esa actividad se adorne con la etiqueta de una profesión tan digna. Y no deja de ser un escándalo que se hagan pasar por informadores ante la opinión pública quienes no son otra cosa que elementos de esos enormes montajes propagandísticos que, los partidos con posibilidades, mantienen permanentemente al servicio de sus objetivos inmediatos y del engaño masivo de la opinión pública, una buena parte de la cual está dispuesta a tragarse sin inmutarse las ruedas de molino que se distribuyen desde el poder.

Todo esto viene a cuento por el reciente fallecimiento de Walter Cronkite al que, quien esto escribe, le gustaría ofrecer un modesto homenaje desde estas líneas. Porque Cronkite sí creía en la objetividad a la que consideraba como la principal exigencia a la que debería servir un periodista que verdaderamente lo fuera.

A partir de ese culto a la objetividad, el famoso “anchorman” se ganó el respeto de sus audiencias —que a veces llegaron a los setenta millones de telespectadores- de costa a costa del gran país americano y consiguió una credibilidad que, al menos en el medio de la televisión, no ha conseguido después nadie.

Ni siquiera quien pretendía ser su sucesor, Dan Rather, al que, por decirlo de la manera más suave se le vio el plumero cuando en la campaña presidencial de 2004 y por su obsesión por acomodarse a lo que, en aquel momento se veía como “políticamente correcto”, presentó como auténticos unos documentos falsos contra Bush.

De Cronkite se han contado muchas anécdotas pero siempre me ha gustado especialmente una que demuestra cómo respetaba ese valor de la objetividad de que estamos hablando. Cuando en 1981 se retiró de la CBS se le hicieron muchas entrevistas. En una de ellas, el periodista le decía que su rostro, después de casi veinte años de presencia diaria en hora de máxima audiencia, era el más conocido de los Estados Unidos. “Se ha llegado a decir que si Ud, se presentara a las elecciones presidenciales las ganaría de calle”.

“Ya lo había oído”, le contesto modestamente Cronkite. Pero el periodista continuó: “En ese caso, ¿por que partido se presentaría Ud?”. La respuesta de Cronkite muestra a la perfección lo que estamos comentando: “Si después de veinte años de verme en el telediario no ha sido Ud. capaz de averiguar cuáles son mis tendencias políticas, permítame que siga manteniendo su duda”.

Creo que a esta anécdota le sobra cualquier comentario adicional y explica muchas cosas de las que pasan en España: la falta de credibilidad de la enorme mayoría de los medios informativos clásicos y de quienes hacen de ellos sus tribunas. Pero también el descrédito de la profesión periodística, que tuvo su momento de oro en la ya lejana Transición y que, desde entonces, se ha ido degradando paulatinamente al politizarse cada vez más y al ponerse al servicio de intereses parciales olvidando los generales de la sociedad.

Para muchas empresas periodísticas los compromisos informativos, centrados en el servicio honrado a la opinión pública, no son más que un elemento más y no el más importante de los intereses que las mueven. O lo que es peor, confunden el servicio a la verdad con el sensacionalismo más soez, en la desaforada busca de titulares “que vendan”. ¡Cuántos Cronkites nos harían falta en España! ¡Qué pocos podrían terminar sus intervenciones como lo hacía Cronkite: “And that is the way it is!”. Así son las cosas.

(*) Catedrático de Opinión Pública de la Universidad Complutense y de la Universidad San Pablo CEU

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