MADRID.- Acaba de llegar de Londres con una hora menos en la muñeca y cierto cansancio leve en los párpados. Jon Lee Anderson
es un hombre alto y guapo nacido en Long Beach, California, en 1957,
aunque como le gusta recordar fue concebido en El Salvador. Viste de
manera informal, mira a los ojos cuando habla, pero sin intimidar al
interlocutor, y da la mano con cordialidad, sin apretar más de la cuenta
ni dejar la mano flácida. Lo entrevista 'Abc', de Madrid.
Habla
un español cálido lleno de matices y expresiones latinoamericanas. El
nomadismo se inscribió en sus genes gracias a que su padre, experto en
agronomía, y su madre, escritora, le expusieron desde niño al contacto
con el mundo. Lo cuenta en el prólogo a «La herencia colonial y otras maldiciones», recopilación de crónicas africanas aparecidas en «The New Yorker»
de la que no hay libro en inglés (lo ha compuesto a petición de la
editorial Sexto Piso): «Nací en Norteamérica, pasé mi infancia en Asia,
la adolescencia en Europa y mis primeros años de adulto en América
Latina. Todos estos continentes fueron cruciales en mi proceso de
crecimiento, pero ninguno me conmovió tanto como África, donde viví un
año durante mi adolescencia, una experiencia que me dejó hechizado para
siempre».
Reportero de «The New Yorker»,
seguramente la mejor revista del mundo para los cultivadores del
reportaje, y profesor de la garciamarqueciana Fundación Nuevo Periodismo
Iberoamericana (FNPI)
en Cartagena de Indias, algunos le han rebautizado como «heredero de
Kapuscinski». Ha cubierto guerras y conflictos en casi todos los
continentes, las últimas en Afganistán, Irak, Libia... Entre sus libros
destacan «Che Guevara. Una vida revolucionaria»; «El dictador, los demonios y otras crónicas», y «La caída de Bagdad».
Para quien ame el periodismo y el reportaje, Jon Lee, como le llaman
quienes más le quieren, es un maestro, no en vano asegura: «El
periodista no puede abandonar su condición humana jamás».
—En
el prólogo a La herencia colonial y otras maldiciones dice que el año
de su adolescencia que pasó en Liberia le dejó una huella imborrable.
Más tarde volvería como reportero, pero se dio cuenta que la África que
había conocido había desaparecido para siempre. ¿En qué cambió? ¿Qué
añora?
—En
parte es el África de mis sueños de niño, y si bien no era del así, lo
cierto es que llegué a África con 13 años, y era todavía la África del
siglo XIX, de las selvas vírgenes, de grandes selvas y bosques sin
destruir, asentamientos humanos más o menos como Dios visualizó. Esa era
el África que yo quería ver. Y claro, cuando llegué a los 13 años en
los años setenta parte de esa África todavía estaba ahí como para que yo
me sintiera a gusto. Entonces recorrí entonces bastante del continente.
Cuando volví a África en el año 1986 como reportero ya era otra África.
Aunque había habido procesos muy violentos desde los años sesenta no se
habían extendido por todo el continente. Todavía no se había abrasado
en esa carnicería humana que hubo entre los años setenta y ochenta. Fue
un gran arco entre el 71 y el 86 con el fin de todas las grandes guerras
coloniales del sur, de Angola, de Mozambique, de Zimbabue. Hubo una
explosión demográfica, y por primera vez se desató la emigración del
campo a la ciudad. Ya había grandes barriadas pobres en torno a las
ciudades. Y esta nueva especie de ser humano: la persona pobre que vive
en la ciudad. Esa es una cosa que verdaderamente se dio en mi juventud y
cuando volví me di cuenta de que había otro aire en África. Lo que
cambió de forma radical fue mi sueño de vivir en África. De alguna
forma, desde los 13 o 14 años siempre quise había querido vivir en
África, y cuando volví a los treinta me di cuenta de que era el sueño de
un blanco, que era un sueño desvencijado, que ya no se podía hacer
realidad, que ya era la hora de los africanos. No era ni podía ser
saludable para mí.
—¿No
hay un cierto peligro en esa nostalgia? Porque cuando hablas con
algunos africanos tienen nostalgia de cuando los europeos estaban ahí,
hay africanos que dicen ‘ojalá volviéramos a ser colonia’. Hay algo
terrible en esa conclusión, porque algunos dictadores han sido en muchos
casos peores para sus compatriotas que muchos colonizadores.
—Sí,
es terrible. Y por eso lo encaro de frente, en el prólogo, reconozco
que algo de eso es una ilusión de niño. Hasta años recientes no me di
cuenta de cómo la historia de África fue mediada e interpretada por
blancos y europeos colonialistas hasta hace muy poco.
—Los
periodistas contamos historias que despiertan la mala conciencia de
Occidente para atender a las víctimas mientras gobiernos corruptos, como
los de Angola o Sudán, destinan cantidades ingentes a armarse o a
comprar voluntades y enriquecerse. ¿No estaremos, con la mejor de las
intenciones, alimentando una noria infernal? ¿No ha hecho que en más de
una ocasión se haya planteado su papel como periodista?
—Pero
nosotros no podemos ser los culpables de todo. Todos nos echan la culpa
a nosotros. Somos los mensajeros de Roma. En el año 86 me topé con una
matanza en Uganda y estaba con un amigo fotógrafo, y éramos los únicos
testigos de esa masacre. No eran millones, ni centenares de miles, pero
sí cientos de personas. No pudimos ni vender esa historia Associated
Press. A nadie le interesó. Pasaron olímpicamente de ellos. Los dos nos
quedamos traumatizados porque habíamos presenciado la muerte de mucha
gente. Acaban de irse los agresores. Encontramos a una anciana desnuda
muriéndose de inanición. De hecho murió poco después. Encontramos a
gente, a los supervivientes, que se encontraban con sus hermanos muertos
a tiros y a golpes de machete, y a nadie le interesó. Dos cosas
ocurrieron sin que lo cambiaron todo. Hasta que Mandela salió de prisión
(noticia buena) y hubo el genocidio Ruanda (noticia mala) el mundo no
empezó a percatarse de la importancia de África. Neuróticamente siempre
estaba el temor de que cualquier brote de violencia étnica se
convirtiera en un nuevo genocidio. La relación del resto del mundo con
África es de naturaleza neurótica, y por buenos motivos. Porque comenzó
mal. Soy consciente de no querer hacer ninguna aportación más a la
caricatura, al estereotipo de África que hay en Occidente. El perfil que
hice de Charles Taylor [la crónica que abre el libro, Carta desde
Liberia. El diablo conocido] pudiera parecer en parte una caricatura,
pero era la realidad. En cierto modo era una deuda que yo tenía
contraída con Liberia, de un país con estaba muy encariñado, y cuyo
proceso había seguido. Pero he tratado de evitar la llamada de acudir
cada vez que surgía el dictador exótico de turno. Nosotros los
periodistas no somos los culpables de que Mugabe y al Bashir [el
presidente sudanés] se hayan armado a causa de la conmoción social que
hayan causado nuestras notas. En todo caso los responsables son ellos
mismos y nuestros políticos, y nuestras políticas.
—¿Es distinto el papel del testigo y el del periodista?
—Sí.
[Pausa]. Sí. En África quizá más que en cualquier otro continente el
periodista va a darse cuenta de que es al mismo tiempo testigo de la
historia y de situaciones humanitarias de primer orden. El periodista
tiene que tener muy claro cuál es su papel en ese momento: que es ser
humano y periodista a la vez. No puede abandonar su condición humana
jamás. Cualquier que ha andado por África sabe perfectamente de qué
estoy hablando: va a encontrarse con situaciones en las que hay personas
muriéndose delante de sus ojos, por una matanza o por falta de comida, y
va a sentirse retado, desafiado en todos los sentidos. Yo lo tengo muy
claro: un periodista tiene que hacer lo que pueda cuando se trata de una
situación desesperada. Primero tiene que comportarse como una persona, y
luego como un periodista. Si luego logra sacar una historia, genial,
pero su primera prioridad es ayudar a las personas en peligro. No sé si
eso responde a su pregunta.
—¿Considera el reportaje, la crónica, a lo que lleva años dedicándose, como la mejor forma de contar la realidad?
—Sí,
sí. Nunca fui reportero de diario, nunca tuve esa escuela, y creo que
hay una gran virtud en quienes lo hacen. Yo que ahora tengo el blog y
Twitter, que utilizo para hacer hincapié en cosas diarias, cotidianas,
me gusta. Pero lo que me brota de las entrañas, donde está el arte,
donde ojalá esté el arte, es en la crónica, la cosa escrita, y poder
masticarlo durante horas, días o semanas y poder contar algo que influya
en la realidad y que la gente recuerde después, quizá muchos años
después –ojalá- y que sirva de historia canónica, en el mejor de los
casos. Ojalá.
—Sin
embargo he visto en sus crónicas, en este libro y en otros, y no sé si
es cosa tuya o del New Yorker, que ha tratado de evitar siempre caer en
la literatura. Los cronistas latinoamericanos creo que se mueven con
mayor facilidad…
—Entre la ficción y la no ficción…
—No,
no estoy hablando de ficción. Cronistas como Leila Guerriero, que
tienen una fidelidad absoluta a los hechos, pero que dejar entrar más la
literatura. Y en sus crónicas me parece que hay un intento siempre de
reducir al máximo…
—Pero explica eso, cómo es lo de entrar en la literatura… ¿Cómo se define esa alquimia?
—Que
en su caso hay un respeto tan estricto por los hechos, un
despojamiento, que le lleva a eliminar los adjetivos al máximo, a buscar
la descripción más despojada, y aunque hay crónicas en primera persona
la sensación es la de tratar de desaparecer de la crónica, de estar,
pero que parezca que no está. No sé si es una imposición del New Yorker o
es una decisión propia. Son crónicas bien escritas, pero en las que hay
una voluntad de evitar cierta inclinación excesiva por la literatura.
Pesan siempre más los hechos, los datos bien escritos, pero tratando de
evitar cualquier desliz lírico.
—Sí,
en parte es la escuela del New Yorker, que al mismo tiempo es la mía.
Es decir, no sé qué fue primero si el huevo o la gallina. Para responder
de otra forma, cuando yo destripé mis crónicas de Bagdad para armar el
libro La caída de Bagdad,
para que fuera una historia, una narrativa, volví a repasar mis notas,
mis primeros borradores, fue un trabajo difícil, nunca había hecho eso.
Volver a destripar algo ya escrito, algo ya publicado, no es fácil.
Hasta lo veo como una cosa ajena. Y agregué algunas cosas que habían
quedado en el tintero, o que habían sido eliminadas, pero muy pocas.
Algunas que entrarían en el terreno al que se refiere. La descripción de
más. Pero me detuve ante otras y opté por no incluirlas. Porque sí hay
algo quizá sea un intento de no ser demasiado estético, buscar algo que
en realidad necesita ser entendido bajo otra óptica. No, esto no es
literatura, esto es otra realidad. Yo lo voy a captar, y tú vas a tragar
esto sin adorno de ningún tipo, y además sin demasiados trucos
literarios. Quiero que lo devores tal cual, y ojalá, con las técnicas
que tengo, o con los personajes que he encontrado, o con alguna que otra
descripción, que es donde yo me permito doy el lujo de hacerlo, casi
siempre al principio, para que no puedas dejar de leer. No siempre. Y
ahí suele ir también mi juicio. Pero en realidad no lo sé. Hay algunas
piezas que son más descriptivas que otras, y uno tiene que limitarse. La
primera vez que me enfrenté a ese desafío, y fue un gran cambio,
ocurrió entre Guerrillas, un libro que era muy descriptivo, que era una
descripción narrativa del mundo de la insurgencia, y la biografía del
Che Guevara. Yo no me permití las libertades que me había tomado en
Guerrillas cuando escribí la biografía del Che. Fue un libro
intencionadamente mucho más seco. Hubiera querido describir más los
ambientes, pero me detuve ante la necesidad de centrarme en los datos de
su vida, para placer de unos y disgusto de otros. Pero fue una decisión
perfectamente consciente.
—¿Por
qué han dejado los periodistas de hacer las preguntas pertinentes, como
las que le hizo Gavin Hayman, de Global Witness, al gobierno angoleño?
Si el petróleo le proporciona de tres mil a cinco mil millones de
dólares al año, ¿por qué no puede alimentar, proteger y educar a su
pueblo? ¿Es así? ¿Han dejado los periodistas de hacer preguntas
incómodas, y no solo en África, sino al poder en general?
—Yo
lo llamaría el síndrome de la Casa Blanca. Si te destinan como
corresponsal en Washington –y me imagino que es lo mismo en La Moncloa-
tú tienes que ponerte en la lista de los corresponsales que tienen
acceso a la Casa Blanca. Ahí hay todo un protocolo. Luego sale el hombre
y tú tomas notas. Luego están las posibilidades que tú tengas de
entrevistarte con el hombre, con el presidente, o con los portavoces
entre bambalinas. O que seas beneficiado por sus filtraciones. Pero si
tú de pronto comienzas a ser crítico no te van a seguir filtrando
noticias, no vas a entrar en los círculos del poder, a las copas después
de la conferencia de prensa. En general hay un síndrome que se crea
alrededor de todos los centros de poder y es que los hombres y mujeres
que lo cubren tienden a atomizarse y a convertirse en cortesanos del
poder. Es algo muy normal. Y por eso nosotros, el público, los
ciudadanos, no estamos bien servidos por los periodistas que están
destacados en los principales centros del poder. Y es cierto que han
dejado de hacer las preguntas difíciles. Cuando vi a Ahmadineyad en el
programa de Larry King en la CNN me pareció repugnante.
—¿Y
cómo hace cuando tiene que hacerle preguntas incómodas a figuras como
la ex esposa de Charles Taylor, o Prince Johnson [el líder guerrillero
liberiano que torturó hasta la muerte al presidente Doe]? ¿Cómo mide
hasta dónde puede llegar para no desatar la ira o para que no se
plieguen y se callen?
—Yo
no soy agresivo. A veces me pierde el genio, me ocurre a veces, pero en
general soy diplomático, porque quiero llegar al mero mero, y que me
cuente, sopesarlo, olerlo, y luego describirlo. Con Prince Johnson yo
fui a verlo porque era senador, pero también porque era un magnicida,
había torturado a un presidente hasta la muerte y yo sabía que iba a
tener que preguntarle sobre eso, y usé el tacto al principio, pero
comencé a hacerle las preguntas hasta que lo fui arrinconando y cuando
se dio cuenta se puso furioso [se ríe cuando lo cuenta]. Pero había que
hacerlo. Cuando lo hice con Taylor mismo se rió.
—¿Cómo
de diferente ha sido la herencia colonial de maldita para las antiguas
colonias belgas, alemanas, británicas, francesas, portuguesas, italianas
y españolas? ¿Todas han sido igual de malas o hay grados? Es una
pregunta para un ensayo.
—Yo
no creo que el colonialismo como tal necesariamente fue un engendro del
mal. Hay que retrotraernos a esa época. Los seres humanos eran
distintos. Había una época en que los ingleses eran negreros y luego se
dieron cuenta de que era algo infame lo que estaban haciendo, y se
pusieron a fiscalizar a los demás, como buenos ingleses. El mundo árabe
jamás ha recapacitado sobre su pasado y su gran papel en lo que es la
esclavitud, su relación con la servidumbre hoy en día. Todavía es muy
palpable la relación del esclavista con el esclavo.
—En los Emiratos, incluso.
—Sí.
Es muy notorio, mientras que uno no lo ve en otras sociedades. Sí, eso
daría para un ensayo. Los ingleses tenían una virtud: en que dejaron
infraestructuras, cívicas y burocráticas, y dejaron gente con educación.
Sobre todo comparándolos con los portugueses, que dejaron Angola con
tres titulados universitarios, con una mano delante y otra detrás, y
fueron muy feroces en no querer irse, mataron y mataron. Los ingleses
también mataron, pero no en todos los sitios: en Kenia se portaron muy
mal. Los franceses se portaron de forma pésima en Argelia, y actuaron
con despecho, a la hora de abandonar África. De hecho no creo que
podamos incluir a los franceses, porque nunca descolonizaron.
—Todavía están ahí. Como en Chad.
—Los
cuarteles de la Legión Extranjera francesa están por toda África, y en
el 58 De Gaulle recorrió todos los países francófonos y fue a decirles:
‘o se quedan con nosotros o se quedan fuera, y todos se quedaron menos
Guinea [Conakry] y con un gran coste para ellos. Los franceses de los
años sesenta se portaron tan mal con los guineanos, como con los
haitianos después de la independencia. Con una especie de crueldad y
despecho particularmente francés. No quiere decir que otras
nacionalidades no sean crueles ni puedan actuar con despecho, pero hay
un despecho francés muy obvio en Indochina, en Argelia, en Guinea, en
Haití. Los alemanes apenas tuvieron Namibia y Tanzania. Los españoles
con su Guinea, sus punticos ahí en Marruecos, más o menos a la par con
Portugal. Pues eran países de cuartel, eran países militares durante
toda esa época.
—¿Fue muy distinta la colonización de América Latina de África, tal vez por la duración?
—No
sé. Lo interesante sin embargo, y esto va más allá de África, yo me di
cuenta el otro día de que los ingleses nunca se mezclaron. Estuvieron
trescientos años en la India, y ¿dónde están los angloindios, dónde está
la clases criolla o mestiza, mezcla de India e Inglaterra? A veces se
ponen difíciles cuando se lo dices, y responden que claro que hay, y
cuándo les preguntas son tres gatos. En comparación los portugueses y
los españoles, con todas sus flaquezas como colonizadores, se mezclaron
con los negros y los indios, y se creó una raza nueva. Las América es
justamente un continente en efervescencia racial y social por eso. Los
ingleses son como esos pájaros, los cucos, que ocupan el nido de otro.
Hay tres millones de ingleses viviendo en Francia, pero ocupan sus
aldeas y adoptan el atuendo francés, el vino, el queso, todo lo francés,
pero sin el francés, y viven ahí en medio, y no aprenden el idioma, y
se portan con ostentación. Que es una cosa muy curiosa y propia de
ellos. Los americanos tendrá también su vaina.
—¿Qué
le parecieron las iniciativas de WiliLeaks y el comportamiento de
grandes medios que las difundieron después de tratar en diverso grado
esos materiales?
Primero lo recibieron con interés y después le dieron la espalda. Me ha parecido poco honesta esa actitud...
—¿La de los medios?
—La
de los medios, y creo que cada cual ha escogido un motivo para darle la
espalda a Assange o a Wikileaks como fenómeno, sean sus problemas
sexuales o el hecho de que delatara a informadores en Afganistán. Cierto
que hubo errores por parte de Wikileaks, sin duda, pero no me cabe
ninguna duda de que durante un año, quizá más, los grandes medios del
mundo se habían convertido en grandes receptáculos para las filtraciones
de Wikileaks. Se valieron mucho de ello, y en general todo lo que salió
es algo que yo quería saber. No tenía ningún problema ético con eso.
Ahora, creo que hay un límite y no sé si Assange y Wikileaks han
sobrepasado ese límite. Nunca me quedó claro si lo que hacía Wikileaks
era periodismo, aunque creo que no. Yo creo que hay un debate válido en
torno a eso y tiene que seguir. Se ha vuelto muy turbio y gira alrededor
de su personalidad, y no creo que sea saludable.
—Siempre
trata, y creo que eso forma parte del estilo de la prensa
estadounidense y en concreto del New Yorker, de dejar al margen sus
opiniones, pero en un momento de reportaje sobre Guinea Conakry parece
como si sintiera la necesidad de dejar claro que había que poner un
contrapunto para evitar equívocos.
—Sí,
porque eran surreales las circunstancias en las que yo llegué a
Conakry. Tenía acceso directo a él, [Moussa] Dadis [Camara, capitán], y
no era un hombre normal, se portaba de una forma muy violenta y era
obvio que habían cometido esta matanza [en el estadio de Conakry, el 28
de septiembre de 2009, en el que murieron a manos del ejército 156
personas] y la querían encubrir, y algunas cosas eran un insulto a la
inteligencia.
—Pero parece que es algo que intenta evitar siempre, hasta que llega un momento en que se dice ‘hasta aquí hemos llegado...’
—Sí,
intento evitarlo. También lo dejo bastante claro con Taylor, que estoy
con un hombre malo. Pero en general trato de seguir la norma de que a
buen entendedor sobran palabras.
—¿Cómo es su trabajo para el New Yorker, la forma de plantear los reportajes, los plantea usted o son ellos?
—Es
un poco así. Ahorita ando con una lista de nueve cosas que me pidió
para ir viendo qué es lo que tengo en mente, y cómo puedo ir toreando
con el editor en jefe y qué es lo que me gustaría hacer. Hay una suerte
de categorías. Yo soy veterano, pero no pido siempre hacer lo que más
deseo. He cubierto Siria, reconozco la importancia editorial de ese
conflicto, y estoy ahí en línea para la próxima, aunque a mí no me brote
de las entrañas el deseo de ir. Hasta cierto punto eso tiene prioridad
sobre todo lo demás, porque es un agujero negro. Pero tanto [David]
Remnick [el director de la revista] como Nick, mi editor, han pensado
que tal vez convendría que me tomara un descanso de esos asuntos y
trabajara sobre algunos de los temas que están en mi lista. Estamos ahí.
Hay un perfil de torero español en el que estoy trabajando desde hace
tiempo, pero todavía estoy pendiente de que salga la entrevista. Hay un
par de historias grandes que me gustaría hacer, pero no sé si podré
ahora. Está también el regreso a Irak cuando se cumplen diez años de la
guerra. Pero en realidad son como géneros o tipos de historias. Algunos
perfiles. Así funciona. Casi siempre es una especie de acuerdo mutuo. En
2011 iba a ser el año de mi gran regreso a América Latina y estalló la
Primavera Árabe y recuerdo que habíamos hablado de escribir un perfil de
un personaje latinoamericano, e iba a hacerlo en enero. Cuando estalló
la Primavera Árabe y fui a Nueva York y Remnick dijo, ‘mira Jon, esto es
como el cambio de la URSS’. Y tenía razón. ‘Escoge tú un sitio’, y
escogí Libia. Tenía razón. Soy periodista, me gusta estar en el medio de
las cosas, y también está en la sangre, y había vivido y reporteado
toda la década anterior, y todo esta ligado. No sé puede desligar la
Primavera Árabe de la invasión de Irak y Afganistán, están de una forma u
otra todos enganchados en el mismo tren. Si me apartara de todo esto
tal vez tendría una serie de crónicas o perfiles muy distintos que me
gustaría hacer. De vez en cuando me doy un gusto. Hace tres años hice un
perfil, una historia larga, sobre un gánster en Brasil, que fue tipo de
cosas que me nace de las entrañas [dice en su rico español lleno de
modismos originales] y que me gustaría hacer más a menudo. Pero he
estado un poco colgado de la brocha de la coyuntura.
—¿Y
los plazos de trabajo se han acortado un poco por culpa de la crisis o
sigue habiendo un margen de semanas para trabajar en una historia?
—Sí,
sí, se han recortado algo, también la extensión, algo. Pero yo todavía
puedo tomarme dos meses si es necesario. Claro que cuando era Siria lo
querían enseguida.
—En
una ocasión, David Remnick comentó que tenía que dedicar el fin de
semana a editar un reportaje suyo. ¿Cómo es ese trabajo del director,
qué diálogos establecen él y usted y qué diferencia hay entre su primera
versión y la que le devuelven?
—Hay
un diálogo creativo. Uno trata de cuidarlo todo de tal forma que no lo
cambien mucho. A veces sugiere el editor que lo que va en el centro debe
ir en cabeza.
—¿Y a veces tiene razón?
—A
veces tiene razón. No siempre. Me pregunta que qué me parece. Yo casi
siempre digo que sí. Eso no cambia mucho en lo que es lo importante, el
lenguaje creativo y la óptica de la pieza. No cambia. A veces nos
peleamos por una pieza, pero eso ha ocurrido menos de cinco veces.
—¿Y qué tal es el diálogo con los fact checkers?
—Según el fact checker. Hay fact checkers
que son buenos y otros que son como moscas cojoneras. Pero en general
bien. Yo lo veo como un trabajo complementario. Es siempre un poco
engorroso, pero qué se le va a hacer. Ya vivo con eso. Es una enseñanza
que te obliga a llevar bien tu cuaderno de notas.
—Escribe
el periodista Diego Salazar: «En la edición inglesa de La guerra del
fútbol se afirmaba que Kapuscinski había sido amigo de Salvador Allende,
El Che Guevara y Patrice Lumumba. Domoslawski [autor de una
controvertida biografía titulada Kapuscinski non fiction], gracias al
calendario, la hemeroteca, los testimonios de un buen amigo de
Kapuscinski que sí conoció al Che y el periodista Jon Lee Anderson (a
quien Kapuscinski dijo que eso era una invención del editor), demuestra
que no hubo forma en que el encuentro y la relación tuvieran lugar».
¿Qué la pareció el libro de Domoslawski sobre Kapuscinski y ahora que se
han calmado algo las aguas, cómo enjuicia los libros de Kapuscinski?
—Yo
recuerdo que cuando me llamó Artur [Domoslawski] para pedir ayuda yo
había hecho un comentario aquí en España diciendo que hubo ese
atenuante. Pero sin querer violentar la imagen y el legado de
Kapuscinski. Y él tampoco quiso entrar en eso. Yo le hablé con mucho
cuidado. No lo he leído en español y no lo he leído en inglés. He leído
trozos, porque no he tenido tiempo. Porque hace poco que me mandaron el
libro en inglés. Pero antes de traducirlo la traductora me consultó
algunos detalles y había algunos errores de precisión, creo que de
traducción, ojalá. En todo caso me parece que lo que ha salido en inglés
es cierto. Me reservo el juicio sobre el libro hasta que lo termine. Lo
pienso leer, pronto. En general estoy dispuesto a creer que hizo lo que
me dijo que iba a hacer, que era un libro justo, que si bien sacudía a
su propio ídolo en su altar, con cierto dolor, que había una veneración,
había un esfuerzo serio y maduro de definir a este hombre tan
fascinante. Sin embargo he escuchado comentarios de algunos colegas que
se le fue la mano detallando amoríos de Kapuscinski...
—A la viuda le sentó muy mal esa parte.
—Justamente,
teniendo en cuenta que la viuda está viva, me parece quizás un exceso
de su parte. No es fácil eso. Pero no creo que fuera necesario. Pero
estoy especulando. Luego, si cambió mi forma de pensar sobre la obra de
Kapuscinski, no. Sus libros son magníficos y viven por si mismos. Sobre
todo El emperador, El Sha y Un día más con vida, las que creo que son
sus grandes obras. Los demás son pedacitos. Los otros libros no están a
la altura. Y las crónicas de La guerra del fútbol son anteriores, pero
son crónicas, no es un libro. Ahora, yo siempre los he visto como obras
de Kapuscinski. No me consta si son obras de ficción o no ficción, pero
él narró un mundo que la primera vez que lo descubrí, en La guerra del
fútbol, para mí fue una revelación, porque por primera vez me encontré
con un hombre de una generación anterior que se había compenetrado con
un mundo que yo conocía, que no era el mundo del centro sino de la
periferia, en los trópicos, en la guerra, y no era blanco y negro.
—No era maniqueo.
—Exacto.
Y sigo pensando así. En cuanto a él como persona parece que era algo
inseguro, y no tenía por qué inventar. Creo que eso es una cosa polaca.
Como Jerzy Kossinski que se hizo muy famoso en Estados Unidos donde se
reinventó y acabó suicidándose porque le desenmascararon con un una
serie de cosas que había dicho acerca de su vida.
—¿Qué
le parece el vigor de la nueva crónica latinoamericana? ¿Cree que la
influencia del New Yorker y el periodismo anglosajón en esa tendencia?
—Algo,
sí. Todo viene por partes. Está la fundación que creó Gabo [La
Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, FNPI], que sirvió de
catalizador para esa nueva generación de cronistas. El hecho de que yo y
Alma [Guillermoprieto], también del New Yorker, tengamos algún vínculo
[ambos son maestros de la FNPI] puede haber influido en nuestros
alumnos, los que han hecho nuestros talleres, y tal vez contribuyeron a
hacerse presentes en el imaginario latinoamericano desde hace unos
quince años. Estas revistas [El Malpensante, Etiqueta Negra,
Gatopardo...], con crónicas traducidas más o menos regularmente, creo
que sí ayudaron a crear una escuela cuidadosa, porque no sé hasta qué
punto eso sea científicamente cierto. Entre quienes asistieron a mis
talleres sí puedo decir que hubo algo, porque yo trabajo para el New
Yorker, mi método era destripar, diseccionar mis propias piezas,
desmitificar el proceso New Yorker para mis alumnos. Y creo que Alma
tenía un estilo propio. Eso ha tenido un efecto. Claro que ha habido
otros periodistas, grandes y de otros países, que han llevado un trabajo
intenso y continuo, como [Miguel Ángel] Bastenier, [Martín] Caparrós...
con centenares de jóvenes. Y han sido enormemente importantes para
ellos. Porque si en América Latina no había el sustento ni la economía
convencionales lo que han tenido es un continente lleno de jóvenes de
gran talento literario y periodístico con verdadera hambre de contar
historias y con un mentor genial, García Márquez, que unía los dos
mundos, y puso empeño en eso, y con su prestigio y el voluntarismo de
otros se convirtió en una especie de bola de nieve. No creo que sea
casual que sean casi todos antiguos alumnos de la Fundación los que han
ido creando revistas de periodismo literario y de crónica en casi todos
los países de América Latina, algunos impresos y otros digitales. Y no
han mirado a Europa, sino al norte, a Estados Unidos.
—Esa es mi impresión, han mirado tanto a novelistas como periodistas del norte. Sus referencias son anglosajonas.
—Eso es cierto. Son más bien norteamericanos.
—¿Qué
diferencias ve, a grandes rasgos, entre la mejor prensa estadounidense y
la mejor prensa europea? ¿Hay una forma distinta de ver la realidad?
—Mi
primera reacción es que es mejor prensa la norteamericana. Es más
editorialista, más opinativa acá. Cuando uno piensa en el gran
periodismo estadounidense tiende a pensar en el New York Times, que es
un abárcalo todo, y que es bastante seco. Es bastante equilibrado aunque
no es del todo tibio en sus aseveraciones. Al fin y al cabo no es
tibio, tiene sus vetas, sus marcadas inclinaciones y formas, tiene sus
ángulos. Pero no es tan explícito como la prensa europea en general. Yo
tiendo a ver la prensa española e inglesa, por los idiomas. Algo de
alemán (y no leo alemán, pero bueno) y estoy al tanto de lo que dicen en
Francia y en Italia. Quizás The Economist sea un buen ejemplo de un
medio que une las dos tendencias. Es bastante admirado y funcional, y
además es rentable. Yo creo que porque logró hacer se puente entre
Estados Unidos y el mundo anglófono, pero tiene mucha influencia fuera
del mundo anglófono. Sus crónicas están cargadas de opinión, pero están
escritas por alguien de inteligencia aguda, y aunque yo no comparto
muchas de sus aseveraciones lo acepto. No son un insulto a la
inteligencia. Pero en general la prensa europea tiene hacia lo tabloide,
y la escuela norteamericana de periodismo no tiene respeto, a rasgos
generales, por la prensa tabloide, a la que considera como falta de
rigor.
—¿Está preocupado por el futuro del periodismo ante esta angustia que parece extenderse con internet?
—Si me siguen preguntado por ello voy a acabar preocupándome.
—¿Quién es Jon Lee Anderson?
[Se ríe] Ay, pues no sé. Un reportero un poco nómada entre culturas... Eh, no sé qué más decir.