En mayo de 2009, Enric González, uno de los periodistas más solventes de la redacción de El País,
intentó publicar una columna en la que aseguraba, textual, “No quiero
ponerme en lo peor, pero cualquier día, en cualquier empresa, rebajarán
el sueldo de los obreros para financiar la ludopatía bursátil de los
amos”. Lo intentó, pero no pudo. La dirección del rotativo no consideró
adecuada la frase. No había nombre propio de por medio, pero resultaba
evidente que el ludópata de marras no podía ser otro que Juan Luis Cebrián,
68, el periodista metido a tiburón financiero que ya había sellado la
suerte del Grupo Prisa al hacerle contraer una deuda de más de 5.000
millones de euros. El año pasado, este jugador de fortuna se embolsó 13
millones de euros (más que cualquier empresario del Ibex-35) entre
sueldo, bonus y extraordinarios varios, mientras su empresa perdía 450.
Esta semana, tras haber materializado EREs en los distintos negocios del
grupo, el célebre Janly anunció que El País, que
hasta ahora había permanecido ajeno a los ajustes, despedirá a 138 -más
21 prejubilaciones- de sus 440 periodistas, además de rebajar el sueldo
un 15% al resto. El académico ha justificado tan dolorosa medida
asegurando que “no podemos seguir viviendo tan bien”.
Imposible desligar la crisis del primer grupo de comunicación,
educación y entretenimiento en lengua española de la gran crisis de
España como nación, crisis terminal que ahora mismo mantiene con
respiración asistida desde la Corona a la última de sus instituciones.
En este sentido, el Grupo Prisa es un botón de muestra más del terremoto
que sacude España y los pilares que la conforman, y que afecta incluso a
su integridad territorial. Tanto el país como el grupo editorial se
enfrentan a un tan llamativo como dramático final de etapa, un fin de
fiesta al que durante años nuestras elites quisieron dar largas bailando
alegremente en la popa del Titanic, pero que ha terminado por hacerse
presente dibujando un futuro plagado de incógnitas.
Es casi una obviedad decir que aquellos que en el futuro pretendan
estudiar los avatares del sistema político surgido en España tras la
muerte de Franco deberán seguir puntillosos la historia
del Grupo Prisa, porque, dos gotas de agua, ambos son calcos que, en
sus virtudes, escasas, y en sus defectos, cuantiosos, se retroalimentan
hasta componer la imagen siamesa de las caras de una misma moneda.
Imposible desligar la singularidad del Grupo y de su fundador, Jesús Polanco,
de la esencia misma de la Transición española. Miembro en su juventud
del Frente de Juventudes, Polanco hermanó de forma natural con aquellas
Cortes de camisa azul que, en glorioso harakiri, fueron capaces de
saltar de la dictadura a la democracia sin solución de continuidad. Lo
extraordinario de aquel hombre de ademanes rudos, poco cultivado aunque
dotado de una gran inteligencia natural, y apasionado del dinero, es que
iba a darse cuenta muy pronto de que aquella democracia sin demócratas,
aquella tropa fiel seguidora de la “servidumbre voluntaria” sobre la
que teorizó Etienne de la Boétie, en cuya cúspide se instaló un Rey
ungido por el dedo de Franco, iba a convertirse en lo que, casi 40 años
después, lamentablemente es: una democracia meramente formal carcomida
por una corrupción galopante, con una Justicia domesticada por el poder
político, unos medios de comunicación al servicio de los negocios del
editor de turno y de sus amigos, y un horizonte donde todo está en
almoneda, empezando por las propias fronteras de España tal como se han
conocido en los últimos siglos.
Muy pocos de los que inicialmente le acompañaron en la aventura de
Prisa fueron capaces de intuir que aquel español regordete y bajito iba a
convertirse en el tipo más influyente del país, un verdadero poder
fáctico catapultado por los ancestrales miedos de nuestra inexistente
sociedad civil, miedos genuflexos renovados cada día ante el altar del
cañón Bertha –“Este va a ser mi cañón Bertha”- que durante décadas ha
sido El País. He ahí el gran secreto de Polanco y de su
sucesor, Cebrián: haber utilizado el diario como arma disuasoria capaz
de infundir miedo –particularmente entre la elite política y la
oligarquía empresarial y financiera- a una sociedad acollonada por el
franquismo, siempre alejada de las pautas de comportamiento que
distinguen a toda sociedad abierta.
Típico ejemplo de empresario franquista
Hombre con pocos escrúpulos morales (“el que se me enfrente que se
vaya de España”), Jesús Polanco fue el adelantado de unas elites,
políticas y empresariales, que a la muerte del dictador se apresuraron a
hacer de la libertad un negocio. Él, como tantos otros representantes
del capitalismo castizo madrileño, no hizo nunca un business
siguiendo las reglas de un mercado abierto y en libre competencia. En
este sentido, Polanco fue el prototipo de empresario franquista, típico
ejemplar de economía intervenida donde negocios y licencias dependen del
favor del Poder político, sean populares [Rato y Gallardón
fueron sus eternos aspirantes a la presidencia del Gobierno] o
socialistas los inquilinos de Moncloa. Lo explicó él mismo un día –junio
de 1992- en su finca de Valdemorillo, ante una taza de porcelana
inglesa de humeante café:
-Estoy negociando la compra del paquete que me falta para hacerme con el 100% de la SER, y Solchaga se está poniendo muy pesadito con el precio. Ya veréis como con unos cuantos editoriales entra en razón.
Naturalmente entró. Hay quien sostiene que el ocaso de nuestro Ciudadano Kane
y su Grupo, que presumía de tener a su servicio “más abogados que
periodistas”, comenzó a perfilarse, como dice el protagonista de Los Buddenbrook de Thoman Mann
(“sé que con frecuencia los indicios del encumbramiento aparecen cuando
en realidad todo camina ya hacia el ocaso”) en el momento de su mayor
gloria. Porque nuestro tycoon no fue nunca un editor
vocacional, sino un especulador dispuesto a hacer negocios colaterales
mediante el uso y abuso del poder disuasorio de sus medios (pecado, por
otro lado, muy común en los media españoles). La potencia y
relevancia de su grupo editorial, que ha contado siempre con algunos de
los mejores periodistas españoles, no ha servido para cicatrizar viejas
heridas históricas y hacer de España un país más amable y habitable,
sino, al contario, para reabrirlas hasta la náusea a cuenta del
insufrible sectarismo impuesto por la marca Cebrián.
El factótum de Prisa, en efecto, ha sido siempre un convencido de que
en esta democracia sin demócratas el pavor a las negritas es un tipo de
interés que cotiza muy alto en la bolsa de valores del miedo a la
libertad. Con El País convertido a menudo –y en contra de la
opinión de sus periodistas más solventes- en un simple periódico de
partido, soy de los que opinan que, pudiendo haberse convertido en un
elemento decisivo de progreso y concordia, el grupo Prisa ha hecho mucho
daño a España. Entendámonos: a esa nación liberal que durante un tiempo
pareció haber superado la dramática fractura entre las “dos Españas”; a
ese país abierto reñido con la corrupción y regido por el principio de
la igualdad de todos ante la Ley; a la separación de poderes; a la
radical delimitación entre lo público y lo privado, y a tantas cosas
más. Una línea editorial coherente del Grupo, por ejemplo, hubiera sido
suficiente para impedir, o hacer más difícil, la deriva de España hacia
la balcanización a plazo fijo, algo que el zoquete de Zapatero
aceleró en grado sumo. Muerto el fundador, Cebrián prefirió seguir
medrando a la sombra del inmenso poder de intimidación acumulado,
convencido tal vez de que los negocios del Grupo seguirían yendo viento
en popa con siete o diecisiete paísitos sobre la piel de toro.
La fortuna de Cebrián sobre la desgracia de los Polanco
Tras los rasgos descritos, cuyo relato pormenorizado daría para
varios volúmenes, parece claro que el Grupo Prisa tenía que ir a morir
en la ribera de la gran crisis de España, en el mismo momento y en
idéntica circunstancia, porque llevaba en su seno la misma semilla de
destrucción que esta democracia sin demócratas nuestra. De dar la
puntilla al hace unos años aparentemente inexpugnable Imperio Polanco se ha encargado ese Cebrián que el 21 de julio de 2007, tras el fallecimiento del fundador, reclamaba a su hijo Ignacio “lealtad
a la alianza de sangre en torno al propósito fundacional de El País que
habíamos sellado [Jesús Polanco y él mismo] entre nosotros”. La
“lealtad” de Cebrián consistió en arrinconar a los herederos del
fundador y hacerles perder la mayor parte de su fortuna. Él, por contra,
se ha hecho rico. Como buena parte de los responsables de la ruina de
España, Cebrián se ha convertido en millonario a costa de hundir su
empresa, no obstante lo cual sigue, “impasible el ademán” que decía el
viejo himno falangista, impartiendo doctrina desde el púlpito de El País.
La historia del fiasco es de sobra conocida. La identificación,
auténtica mimetización, entre la historia del Grupo y la burbuja
económica española alcanzó tales cotas que Prisa, bajo la mano experta
de ese gran gestor, fue capaz de endeudarse, como tantas de nuestras
empresas, en más de 5.000 millones de euros, suma de todo punto
imposible de devolver. Un ejemplo de libro de mala gestión. En cuanto se
cerraron los mercados financieros para España, la suerte del Grupo
estaba echada. Sabedor de que la solución pasaba por el desguace del
conglomerado y su venta por piezas, el nuevo presidente ejecutivo dio en
buscar un “fondo buitre” (el hedge fund Liberty que preside un tal Nicolas Berggruen)
dispuesto a completar la tarea, a cambio de suculentas comisiones
personales. Con la gran banca –sin olvidar Telefónica- acreedora
convertida en accionista del antaño “diario independiente de la mañana”,
los paganos de la fiesta, como no podía ser de otro modo, han sido los
trabajadores del grupo. De la parte más sucia del negocio se ha hecho cargo Fernando Abril-Martorell,
elevado por Cebrián a la condición de consejero delegado, vulgo capataz
de este no menos vulgar corte de cabezas. Triste sino el del hijo de
aquel gran padre.
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