Aunque no lo parezca, por estos días de conversaciones de paz, nada
podría ser tan oportuno o perjudicial como el manejo que le den los
medios a la información que de estos diálogos se desprenda. Una
imprudente, torcida o caprichosa interpretación de lo que allí
acontezca, repetida, y cómo no, cacareada por un gran número de ellos,
podría irremediablemente torcerle el rumbo al proceso o, incluso, dar al
traste con él.
Y es que, definitivamente, se dicen muchas
sandeces sobre lo que significa el oficio de periodista cuando nos
atrevemos a poner en tela de juicio su ponderación y sensatez. La moda
por estos días es afirmar que su misión es la de orientar a la opinión
pública. Tamaño error se comete con esta apreciación. El periodista no
estudia o se hace en el ejercicio de su trabajo para guiar o conducir a
nadie y mucho menos para determinarle rumbo a nada. El periodista es
apenas un comunicador que, como receptor de las noticias y aconteceres
de una sociedad, desempeña el oficio de transmisor de éstas. Ni una coma
o un punto más.
Otra cosa es que, derivado de su trabajo informativo,
una sociedad bien informada resuelva cambiarle el curso a su propio
destino, o un individuo cualquiera, luego de actualizarse por medio de
la radio, la prensa o la televisión, decida mejorar o desviar la
trayectoria de su vida. Pero la misión del periodista no es otra que
registrar lo que acontece, y si lo puede hacer fotográficamente, mejor,
pero eso sí, respetando a todo trance la verdad y con la mayor
objetividad posible.
Sin embargo, a la prensa colombiana
le ha dado ahora, en medio del conflicto armado y de los diálogos de
paz de la Habana entre el gobierno Santos y las Farc, por involucrarse
en él tomando partido por uno u otro bando, adelantándose a los
resultados, prejuzgando y juzgando, dando cátedra y editorializando,
alentando o desalentado, condenando o, lo que es peor, lanzando especies
o globos de contenido explosivo que tarde que temprano terminarán por
rebotarles en su ya de por sí desgastada credibilidad.
Son innumerables los casos. Asesinado Jaime Garzón, no dejaron pasar más
de media hora para señalar, con la certeza con que ellos suelen
hacerlo, a los responsables del crimen. Para unos, sin demora y con
precisión, fueron las Farc o el ELN; para otros, los paramilitares. No
es pues difícil, en un caso de apasionamiento como el causado por este
magnicidio, desenmascarar al periodista que señala de inmediato, y sin
evidencia alguna, a tal o cual como ejecutor del crimen.
Los primeros, o
pertenecen al campo de la extrema derecha, o son taimados simpatizantes
ellos mismos del paramilitarismo; y los segundos, bien podrían ser
calificados de cómplices del terrorismo. Y todo ello por no haberse
ceñido estrictamente al relato de los acontecimientos y nada más, sin
“impresiones” ni presunciones a conveniencia.
Hace algún
tiempo unos hombres encapuchados le colgaron al cuello a una pobre
mujer campesina de Chiquinquirá una bomba en forma de collar. Ésta
estalló y la mato. Eso, y los detalles y circunstancias en que se
produjo el macabro hecho, era la noticia a la cual han debido
circunscribirse nuestros “togados” periodistas. Pero no, la noticia para
ellos era el señalamiento a las volandas de que habían sido las Farc. Y
con qué énfasis y regodeo soltaron la “chiva”, su “bomba” de última
hora.
Después se supo, tras inapelable fallo de la justicia, que habían
sido criminales comunes. Y en este caso sí que fue notoria la conversión
de ciertos periodistas, quienes por arte de birlibirloque, fungen de
sabuesos, fiscales y jueces. Estos remedos de corresponsales de guerra
dejaron la noticia de lado para apropiarse de la especulación política.
Y eso, lo sabe cualquiera con mediana cultura, no es periodismo. Es mala fe, o mala leche.
Estamos hastiados de las tergiversaciones noticiosas y de los intereses
oscuros y tantas veces perversos que se mueven detrás de algunos medios
de comunicación. ¿Cuándo se darán cuenta de sus errores y del mal que
con su inescrupuloso desempeño “profesional” le están haciendo a la
sociedad toda y, en particular a un eventual final feliz del actual
proceso de paz?
Porque, así como vamos, el noble,
imprescindible y hermoso oficio del periodismo tenderá a desaparecer y
terminará ejerciéndose en un futuro, y a manera de propaganda,
únicamente por las partes interesadas en divulgar su propia concepción
de las noticias y el registro de “su” verdad.
Ojo, pues, con el desafiante cubrimiento mediático de este nuevo intento por acercarle la paz a los colombianos.
Y es que no es lo mismo pedirles a los combatientes en guerra que
depongan sus ánimos y se aproximen a un espíritu de tolerancia, que
invocar estos mismos procederes en el alma de quienes practican el
periodismo. Aquellos pueden estar en su derecho a la refriega. Los
periodistas, no. ¡Entiéndalo! En rigor, deben ser sólo testigos y
relatores imparciales de tal contienda.
Y en cuanto a
los columnistas, ¿cuánto daño no le está haciendo al periodismo y a la
paz de Colombia el desaforado guerrerismo de publicitados opinadores
tales como Fernando Londoño Hoyos, José Obdulio Gaviria, Mauricio
Vargas, Plinio Apuleyo Mendoza y Salud Hernández-Mora?
Porque es que opinar es una cosa, pero provocar, muy otra.
(*) Germán Uribe es escritor y columnista colombiano
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