Las redes sociales nos están
esclavizando poco a poco. A algunos los ha esclavizado ya totalmente. De
ser herramientas de comunicación útiles y rápidas, de ser auténticos
vehículos para trasladar la noticia, el flash, la opinión, o
simplemente, la feliz ocurrencia, las redes se están convirtiendo para
demasiada gente en una adicción sicológica, una necesidad compulsiva,
una atracción total, donde lo de menos es el mensaje y lo más importante
escenificar la presencia propia en un escaparate descomunal abierto a
una inmensa curiosidad general.
Estamos ante un invento realmente revolucionario que, lejos de utilizarse en todo su extraordinario potencial, se maneja para intercambiar frivolidades y hacer fluir por sus canales las idioteces que solo son capaces de fabricar los idiotas.
Debo
decir que soy usuario de las dos redes más conocidas –Twitter y
Facebook– y que, por lo tanto, puedo ser sospechoso de engrosar las
filas del idiotismo militante que las prostituye. En mi descargo, apunto
que, si bien irrumpo de vez en cuando con frases que creo ingeniosas,
asumiendo el riesgo de que resulten sosas o inapropiadas, lo cierto es
que mi uso de las redes es mayormente para trasladar mis opiniones
sociales, políticas, deportivas y, sobre todo, para expandir los
artículos que escribo en La Opinión de Málaga y en mi blog «Vuelva usted
mañana».
Conozco a determinado número de ciudadanos importantes
que no quieren saber nada de las redes sociales. Las ignoran e incluso
las odian. Unos porque salieron escaldados tras alguna amarga
experiencia; otros, porque las consideran colmadas, exentas de rigor y
propensas a exhibicionismos excesivos. Me pregunto si es posible vivir
socialmente al margen de esta forma de progreso en la comunicación. La
evidencia me dice que sí, que es posible, pero la razón me dice que algo
falla en las redes si no están todos los que tienen que estar.
No voy a entrar en la crítica fácil del nivel medio de los usuarios en cuanto a conocimientos gramaticales y culturales –que pretenden justificar bajo el injustificable manto del «nuevo lenguaje» de las velocidades y las prisas– porque no es un tema de mi incumbencia, aunque muchas veces ciertas lecturas me irriten los ojos. Las redes son de todos, no solo nuestras.
Lo que debería preocuparnos a los
periodistas cuando participamos en las redes es no olvidar que, a fin de
cuentas, Twitter y Facebook son dos magníficos soportes gratuitos que
tenemos a nuestra disposición para abreviar tiempos en las
informaciones, para ejercitar la capacidad de síntesis –un
importantísimo valor periodístico– y para decir cosas solo cuando hay
cosas que decir.
La masificación indiscriminada no es buena para
nada. Tampoco, claro, para las redes sociales. En medio de infinidad de
personas y grupos que se esmeran en comunicarse entre sí de manera casi
familiar, pululan por los canales demasiados bribones e indocumentados,
falsos periodistas, que rompen el prestigio y echan por tierra la
auténtica profesionalidad. Cuidado con ellos.
(*) Rafael de Loma es periodista y escritor
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