Todo empezó hace mucho tiempo, cuando descubrí que, para mi
desgracia, no poseía aptitud alguna para el dibujo. Me di cuenta de
ello en el colegio, con ocasión de mi primer suspenso en manualidades.
Mis compañeros de clase pintaban unos bellos pájaros, nubes y estrellas,
y yo ¡nada! Mis casas no parecían casas, mis árboles no eran árboles. Recuerdo llorar con impotencia
encima del dibujo que el maestro depositó disgustado sobre mi pupitre,
observando cómo mis lágrimas convertían aquella acuarela torpe en un
conjunto de grandes manchas de color.
Pensé entonces que había cosas extraordinarias sucediendo a
mi alrededor –cosas que aparecen para irse enseguida, tras breves
instantes de existencia– sin que yo fuera capaz de retenerlas o
registrarlas. Veía el bosque, los campos de cereales, las flores y,
sobre todo, los rostros de mis padres, de mis compañeros, primos o
vecinos, soñando con poder dibujarlos un día y de este modo preservarlos
por toda la eternidad. El mundo pasaba por delante de mis ojos para
hundirse a continuación detrás de un horizonte invisible, dejando en mi
memoria una leve huella, que no tardaría en difuminarse y desaparecer. Aquello sucedió durante la Segunda Guerra Mundial,
en una aldea pobre de la periferia de Varsovia. No sabía entonces que
mi falta de talento tenía un remedio, que uno no podía rendirse tan
fácilmente sin antes buscar una solución.
Una pequeña cámara Zorki
Opté por dedicarme a otras cosas hasta que, varios años más
tarde y terminados mis estudios universitarios, cuando trabajaba como
reportero en el periódico juvenil «Sztandar Młodych», se me comunicó que
sería enviado a la India (porque fue en la India donde me inicié en el
Tercer Mundo). En aquella época el puesto de reportero gráfico en
nuestro periódico lo cubría un colega algo mayor que yo, Janusz
Zarzycki, que había trabajado como periodista antes de la guerra. Al
cruzarse conmigo en un pasillo, Zarzycki me me dijo:
-Te vas a la India, ¡toma fotos sin falta!
Excitado por la perspectiva del viaje, no había
recapacitado sobre ello. Además, no sabía hacer fotos ni tenía cámara.
En aquella época, una cámara fotográfica era un objeto inalcanzable.
Corría el año 1956 y la ciudad de Varsovia contaba, según
recuerdo, con una sola tienda de equipos fotográficos, situada en la
calle Nowy Swiat, cerca de Aleje Jerozolimskie. Pequeña y estrecha,
solía estar desierta: la mercancía escaseaba y la gente no tenía dinero.
Además, quien fotografiaba atraía sobre sí la atención de la policía.
¿Qué es lo que fotografía? ¿Por qué? ¿Para quién? Era mejor no
complicarse la vida.
Pero un día Zarzycki me prestó dinero y me acompañó a
aquella tienda para comprar una pequeña cámara Zorki, una copia rusa de
la Leica alemana. Después fuimos al parque de Łazienki, donde asistí a mi primera clase de fotografía.
Zarzycki me explicó las funciones del diafragma y del obturador y la
correlación existente entre estos y la sensibilidad de la película. Me
aclaró el uso de los filtros amarillo y verde, cuál es la mejor luz de
día, qué son la profundidad de campo y la apertura del objetivo o cómo
fotografiar el agua, las montañas o la nieve. Me enseñó otras muchísimas
cosas, a lo largo de las numerosas clases que siguieron.
Las «víctimas» miran sorprendidas
Aun así, mis primeras películas tuve que tirarlas: las
imágenes estaban movidas, porque me temblaban las manos por la emoción,
sin que lograra controlarlo. En aquellos tiempos cada rollo de película valía su peso en oro,
ya que el acceso a este bien escaso era limitado y estrictamente
controlado, de modo que Zarzycki se ponía nervioso: ¿cómo justificaría
estas pérdidas?
Siguiendo las instrucciones de Zarzycki comencé por
fotografiar un árbol (un viejo roble), después una mata de arbustos que
había junto a este y, finalmente, una alta valla metálica. Pero este fue
solo el principio. Según los preceptos de la escuela de reportaje
fotográfico en que se había formado mi mentor, una fotografía tiene que
representar a un ser humano, ya sea un retrato, una silueta o un
movimiento. Podía tratarse de un hombre solo, un grupo de personas, una
muchedumbre o una escena. Zarzycki toleraba los paisajes, si bien no los
consideraba un ideal; para él, fotografiar implicaba encontrarse cara a cara con otro ser humano y
creía que el único modo de salir ganando de este encuentro –que a la
vez constituía un duelo– era salir con una fotografía bien hecha. Más
tarde supe que mi profesor tenía razón sólo parcialmente. La mitad de
las maravillosas fotografías realizadas por los maestros de la talla de Mario Giacomelli o Werner Bischof no son retratos ni escenas costumbristas, sino naturalezas muertas y paisajes.
Después de varias clases, Zarzycki me llevó al estadio
del Legia, el principal equipo varsoviano de fútbol, donde fotografiaría
los rostros de los hinchas, llenos de excitación o éxtasis, admiración o
ira, alegría o furia. No disponía de teleobjetivo ni de «zoom» y, con
la distancia que nos separaba del público –los dos nos encontrábamos de
pie en la pista del estadio–, no podía ni soñar con obtener un retrato
nítido.
Sin embargo, al dirigir mi objetivo hacia las caras de la gente, noté la mirada sorprendida de las «víctimas»,
desconfiadas y preocupadas, como si se preguntaran: ¿qué es lo que este
(léase, el fotógrafo) va a hacer conmigo (es decir, con mi retrato
fotográfico)? El objetivo dirigido hacia un rostro y la reacción de la
persona que se ve fotografiada por sorpresa me hicieron darme cuenta de
que en realidad nos creemos transparentes, descubiertos y desnudos, y
que todo nuestro interior, el alma entera, se refleja en nuestros
rostros y ojos. Al vernos sorprendidos por alguien fotografiándonos sin que hayamos tenido tiempo de prepararnos, protegernos, ponernos una máscara y posar, nos sentimos como si el fotógrafo nos pillara con las manos en la masa.
Sacar arroz del barro
Volví de la India vía Pakistán y Afganistán. En el
aeropuerto de Kabul me quitaron los negativos sin revelar. Detrás del
barracón que albergaba las oficinas del aeropuerto había gente
calentándose junto a una hoguera. El soldado sacó las películas de mi bolsa y las tiró al fuego. Se salvaron solamente dos rollos, que llevaba ocultos en un bolsillo de la chaqueta.
En aquella época no existía todavía el sistema de autofoco,
ni siquiera contaba con un fotómetro y, al haber seguido al pie de la
letra las instrucciones de Zarzycki («pon siempre 8 por 125»), las
fotografías, tomadas con el sol radiante de la India, resultaron todas
sobreexpuestas. Únicamente salió bien una imagen,
en la que unos niños hambrientos sacaban apresuradamente del barro unos
granos de arroz. Tomé aquella fotografía cerca de Calcuta, en la
provincia de Bengala, que asolada por lluvias torrenciales, sufría los
efectos de una terrible hambruna. La situación representada en la imagen
era trágica, pero al coger la fotografía en la mano sentí una gran
alegría. ¡Sí! He conseguido crear una imagen, retener por una fracción
de segundo la eterna carrera de la vida y mostrar su imagen a los demás.
Gracias a esta fotografía surgió una especie de comunidad entre aquel
corro de niños y yo: eran «mis» niños, porque fui yo quien les dio esa
vida en blanco y negro, inmovilizada por el encuadre.
Aunque más tarde realizaría miles y miles de fotografías, rara vez dudé sobre la autoría de alguna de ellas. Recuerdo instantáneas tomadas hace treinta años y
sé perfectamente cuándo y en qué circunstancias las hice y a quién
representan. En esta, por ejemplo, unas personas transportan en
bicicleta plátanos al mercado. Esta otra fue tomada en una zona próxima
al lago Nyassa, en Malaui, en los años 60. Y esta representa a unos
perros salvajes en el desierto de Atacama. Chile, año 1970.
¿Cómo se genera este vínculo tan estrecho entre el
fotógrafo y la imagen? Pues se debe a que tomar una buena fotografía
implica un esfuerzo y una vivencia similares en intensidad a los que
acompañan el nacimiento de un buen poema. Requiere concentración,
perseverancia e imaginación similares. Por eso, al igual que el poeta
siempre reconocerá sus versos, el fotógrafo sabrá identificar sus
instantáneas.
El sudor del mozo de equipajes
Aprendí fotografía lentamente, a lo largo de los años,
siguiendo un camino en el que abundaron las equivocaciones, los fracasos
y las decepciones. Alguna vez me topé también con obstáculos técnicos:
se ha bloqueado el obturador; la película no avanza automáticamente; se
ha agotado la batería del fotómetro. Sin embargo, había una dificultad
más básica: soy incapaz de reunir material para un relato periodístico o
reportaje y fotografiar a la vez; no sé simultanear la actividad de
reportero con la de fotoperiodista. En mi caso, se trata de dos facetas
totalmente separadas, que se excluyen mutuamente, y se debe a que como
reportero y como fotógrafo veo el mundo de dos maneras distintas, busco otras cosas, me concentro en otros aspectos de la realidad.
Al recoger material para una noticia, como reportero,
hablaré con el jefe del clan, me interesarán sus opiniones, ideas,
sensaciones y pensamientos. En cambio, en caso de visitarlo como
reportero gráfico, me interesarán aspectos distintos, como la forma de su cabeza, los rasgos de su cara,
la expresión de sus ojos o la curvatura de labios. Cuando visito una
ciudad extraña, como reportero, acudo a las direcciones que me han
recomendado, busco contactos. Como fotoperiodista, en cambio, observo la
arquitectura de las casas, los rayos de sol al deslizarse por la plaza,
las gotas de sudor que corren por las sienes del mozo de equipajes y su
frente irradiando un resplandor húmedo y vibrante. Si aplico el filtro
verde amarillo, ese fulgor cobrará claridad y nitidez.
Fila kilométrica
Otro problema consiste en que, al encontrarnos siempre a
merced de otras personas, no podemos fotografiar mucho porque no hay
tiempo. Nuestros benefactores generalmente tienen prisa: si es un
conductor, correrá a romperse la crisma, negándose a parar, mientras
nosotros, desesperados, observamos miles de escenas extraordinarias
pasar por delante de los ojos sin que podamos captarlas. Una vez en
Zambia, yendo desde Lusaca a Kitwe, vi una fila kilométrica de niños,
cada uno portando una pirámide de ladrillos sobre la cabeza. Parece que
los pequeños estaban trasladando su escuela de una aldea a otra.
Supliqué al conductor que parase, preparando la cámara, pero él
solamente rezongó y siguió adelante. Sería incapaz de contar todas las
oportunidades perdidas para siempre.
Hay, finalmente, un obstáculo más: se trata de mi humor
cambiante. Porque para tomar fotografías se necesita estar de humor,
tener ganas, voluntad, entusiasmo. Una buena imagen requiere a veces
haber recorrido varios kilómetros o haber esperado varias horas, y en el
calor tropical las fuerzas flaquean, falla la perseverancia. En
ocasiones sucede que nuestra desgana no tiene una causa clara. Durante
la revolución de Irán pasé algunos meses en ese país sin tomar una sola
fotografía, a pesar de tener conmigo varias cámaras. ¿Por qué? No lo sé.
En cambio, la revolución etíope la reflejé en centenares de imágenes,
que más tarde expuse en Varsovia y Budapest. Nunca sé cuál de mis viajes
fructificará con nuevas fotografías: siempre es una incógnita, un
interrogante y un misterio, hasta para mí mismo.
El eterno problema
La fotografía es una aventura, pero se trata de una
aventura difícil, que requiere paciencia, sensibilidad, tacto,
concentración y atención. Al mirar el mundo por el visor de la cámara,
elijo encuadres, compongo imágenes, me pregunto qué alcanzaré optando
por un motivo u otro. También tengo que decidir qué película emplear:
¿blanco y negro o color? Es el eterno problema. Hace años usaba el
blanco y negro, hoy recurro al color. Cada opción lleva aparejado un
efecto determinado: el blanco y negro es más «serio», sofisticado,
artístico, extrae los valores plásticos de las formas y acentúa sus
contornos, graduación y ambiente. El color implica dinamismo,
diversidad, exactitud e incluso, según algunos críticos, un «exceso de
palabrería».
La fotografía es, por naturaleza, sentimental, porque con
cada toma captamos un breve instante de la realidad, apenas una
fracción de segundo. Al ver la fotografía más tarde, somos conscientes
de que el momento que representa ya pasó, de que nos estamos asomando a
un pasado que ya no existe. Incluso delante de una fotografía de un niño
riendo nos recorre el espasmo de la pena: el niño de la fotografía ya no existe ni
volverá a existir, porque en el momento en que apreciamos la imagen el
niño ya se ha hecho mayor, aunque sólo sea un día (si la fotografía fue
tomada el día anterior).
Cada fotografía es un recuerdo, y a la vez no hay nada que
nos haga más conscientes de la fragilidad del tiempo, de su naturaleza
perecedera y efímera, que la fotografía. Por este motivo, al abrir mi
cámara siento siempre la alegría de poder capturar con ella el tiempo
que pasa, y también la tristeza, porque, pronunciadas estas palabras,
tan sólo queda en mi mano un pedazo de papel tintado.