El cierre de Canal 9, órgano de
propaganda del PP, ha acabado en un circo, en el que algunos
trabajadores han tomado una televisión que no es suya y Fabra ha
demostrado que ni tiene mando en plaza ni sabría qué hacer con él si lo
tuviera
La imagen que acompaña este texto ilustró la portada de Información
el pasado día 7, cuarenta y ocho horas después de que el gobierno de la
Generalitat decidiera el cierre de Radio Televisión Valenciana y los
trabajadores tomaran el control de las emisiones y empezaran una
programación non stop dedicada a airear las vergüenzas del ente, sin
darse cuenta de que esas vergüenzas son también las suyas propias y las
que nos sonrojan a todos. Aunque se conocieran, porque encima no están
dando ninguna noticia: sólo confirmando lo que ya sabíamos.
El
valor de la fotografía es lo nítidamente que recoge la confusión en la
que estamos instalados. La joven alza una pancarta que se pregunta quién
asumirá «la voz del pueblo». Pero es que lo que el Consell acaba de
liquidar no es una televisión ni una radio públicas, sino el mayor
aparato de propaganda, manipulación y censura puesto a disposición del
PP con dinero público, que no es lo mismo. Y lo ha hecho porque a la
fuerza ahorcan (pongan Montoro donde dice fuerza), no por ningún tipo de
arrebato de convicción democrática.
Estoy
dispuesto a apoyar la existencia de un canal público de calidad,
riguroso e independiente del poder político. Y, además, es posible: ni
siquiera hace falta irse al manido ejemplo de la BBC; basta, como
exponía aquí Francisco Esquivel, con repasar los informativos que se
hicieron en TVE durante la etapa de Zapatero, el único presidente que ha
creído en el papel de servicio al ciudadano, y no al Gobierno de turno,
que debe jugar una emisora pública. Pero lo que no voy a hacer es
derramar una sola lágrima por el cierre de esa televisión que era el
paradigma de la ignominia. Sería un ejercicio de hipocresía y de
cinismo.
Canal
9 jamás cumplió sus objetivos fundacionales. Es humano pensar que tuvo
tiempos mejores, y no negaré que a ratos los hubo, pero el mejor
director que ha tenido, el único digno de ese nombre, Amadeu Fabregat,
empezó el mismo día que ocupó su despacho a traicionar todo aquello por
lo que se había creado esa televisión: ni le importó vertebrar (abrió
con un centro espectacular para la época en Valencia, pero sin
delegaciones en Alicante ni en Castellón), ni convertirla en un vehículo
de potenciación del valenciano, ni buscó la calidad en su producción.
Aún
recuerdo un magnífico artículo publicado en este periódico por otro de
los periodistas que me antecedieron en la dirección, José Ramón Giner,
en el que denunciaba ya en los noventa cómo Canal 9, en lugar de servir
de plataforma de expresión de la cultura valenciana con mayúsculas (que
la hay, y muchas veces ha sido vanguardia), había apostado por la
chabacanería más casposa y había logrado que el verdadero himno de esta
comunidad fuera el «A guanyar diners» de Monleón.
Hubo
manipulación política en la etapa de Joan Lerma. Claro que la hubo:
desde el mismo día de las oposiciones, en la que algunos periodistas que
no tuvimos ningún interés en trabajar en esa casa elaboramos a modo de
juego una lista de aprobados en la que no fallamos ni un solo nombre. El
que la manipulación fuera menor e infinitamente menos grosera que la
que vino luego no significa que no existiera antes.
Luego
llegó el PP. Primero el PP de Zaplana, que llevó el control político
del ente a sus máximas cotas, conduciendo la televisión pública de la
misma manera, exactamente, que se maneja en las dictaduras. Y más tarde,
el PP de Camps, que no sólo mantuvo la bota sobre la programación, sino
que a tenor de lo que después se ha ido sabiendo, también convirtió
RTVV en una fuente de negocio para los amiguetes que acabó por quebrarla
para los restos.
Sé
que hay buenos profesionales en Canal 9. Pero más allá de ello, y del
drama que significa que tanta gente sea condenada al paro, en términos
de análisis político lo que no hay que olvidar es que ninguna dictadura
puede sobrevivir sin colaboración. Por eso da tanta grima ver, ahora que
es su callo el que pisan, como escribía en el artículo antes mencionado
Francisco Esquivel, cómo algunos reclaman solidaridad a base de
confesar su complicidad con todos los desmanes que se han cometido y
que, de haberlos denunciado de forma colectiva y públicamente a lo largo
de estos años, hubieran podido quizá salvar esa televisión.
El
espectáculo final ha sido digno de la cadena que entre otras cosas
pasará a la historia como la que inventó la telebasura. Con muchos
periodistas travistiéndose en 24 horas de mercenarios en piratas que
toman algo público y lo usan como si fuera suyo, sin sentir el más
mínimo rubor cuando entrevistan a las víctimas de un accidente de metro
del que no informaron o lo hicieron de la forma más tendenciosa posible,
o exigiendo, no pidiendo, la firma en su defensa de importantes
colectivos a los que jamás sacaron en pantalla. ¿Que cumplían órdenes?
El juicio del 23-F ya dejó claro, antes de que Canal 9 naciera, que eso
no es excusa. Y la más mínima conciencia ética tendría que llevar a
muchos de esos trabajadores a defender sus legítimos derechos de otra
forma menos ofensiva para quienes han sufrido durante años su respaldo
activo a la tergiversación.
Como
he dicho antes, una televisión pública y de calidad, que cohesione la
Comunidad Valenciana, informe con rigor de lo que en ella ocurre y
traslade lo que en ella bulle, es posible. Pero no es eso lo que quienes
han retenido las cámaras planteaban. Eso sí hubiera sido una salida
digna: contemplar a profesionales mostrar al público cómo puede hacerse
otra televisión. Pero no he visto presentar proyecto alguno en ese
sentido. Sólo sacar las uñas; no le han entregado la televisión a los
ciudadanos, ni siquiera por unas horas, que eso sí que hubiera sido una
revolución digna de apoyar: sólo los han utilizado de ariete.
Pero
en política siempre hay dos planos: el factual, el de los hechos, y el
simbólico. Y si la quiebra de Canal 9 no es culpa directa del Ejecutivo
de Fabra, la forma de actuar de éste en las últimas semanas le condena
sin redención. Un gobierno está para gobernar, no para lamentarse por
las esquinas. El Consell de Fabra sabía a ciencia cierta que el Tribunal
Superior de Justicia iba a anular el ERE por el que se despedía a mil
asalariados. Ni supo hacer ese ERE correctamente y salvaguardando los
derechos inalienables de los empleados, ni fue capaz de tener un «plan
B» para cuando los jueces lo suspendieran. Resultado: caos. El golpe de
mano de los trabajadores, respondido por un golpe de Estado de Fabra, en
tanto que ha orillado todas las prescripciones legales y ha burlado a
las Cortes nada menos que para alterar una ley, para retomar el control.
Un circo, una vergüenza.
El
vicepresidente Císcar, encargado del asunto, se ha abrasado al punto de
que difícilmente podrá ser ya recuperable. Pero Fabra ha vuelto a
transmitir la imagen de que, no sólo no tiene mando en plaza, sino que
tampoco sabría qué hacer si lo tuviera. Letal para el PP. Y mucho más
mortífero si, como muchos se temen, a la vuelta de unos meses nos
encontramos con que a Canal 9 la sustituye un contrato con algún grupo
privado para seguir emitiendo propaganda, a un coste más asumible. Eso
sería sumar, al oprobio, el escarnio.
Nadie
habla en Alicante del cierre de Canal 9 como pérdida, puedo asegurarlo.
Pero sí del escándalo que supone, en tanto es una muestra más de que
aquí ya no hay gobierno. De que sólo hay unos señores que se dedican a
tramitar, más mal que bien, las órdenes que desde Madrid les dan, y cuya
propia existencia, por tanto, es tan cuestionable como la de la
televisión. Y la cosa irá a más en los próximos días: cuando se sepa el
coste real de la liquidación de la tele; cuando salga la sentencia de
Carlos Fabra; cuando Camps vuelva a deponer en un banquillo, aunque sea
como testigo; cuando el pelotazo del Caribe, que ahora ha entrado por la
escuadra de la CAM, rompa la portería de Bancaja, que no olvidemos que
dirigía otro expresidente de la Generalitat...
En
la memoria del periodismo español hay un artículo, publicado en este
mismo mes, pero en 1930, por José Ortega y Gasset, que está entre los
inscritos en letras de oro. Se hizo famoso por su frase final, Delenda est Monarchia.
Pero Ortega no quería dar a la frase el significado original que tiene
en latín, el que bramó en el Senado Catón reclamando que se destruyera
Cartago. Lo que en realidad quería plasmar, y por eso el titular era
otro («El error Berenguer», a la sazón presidente de aquel Ejecutivo) es
cómo las equivocaciones de Alfonso XIII y del gobierno que nombró
estaban provocando, no la destrucción por parte de los ciudadanos, sino
la autodestrucción del régimen por la incapacidad de sus principales
dirigentes.
No
encuentro un ejemplo mejor de lo que aquí está pasando: cada día el
error PP, más incluso que el error Fabra, va erosionando la autonomía
hasta hacer de ella una tramoya falsa, pesada e irreconocible. Y lo peor
es que no sabemos si eso es así sólo por la incapacidad de quienes la
dirigen, o porque hay una firme voluntad desde Madrid de que la
Comunidad Valenciana pase a ser también, como el artículo de Ortega, un
apunte en la Historia.
El
cierre de Canal 9, órgano de propaganda del PP, ha acabado en un circo,
en el que algunos trabajadores han tomado una televisión que no es suya
y Fabra ha demostrado que ni tiene mando en plaza ni sabría qué hacer
con él si lo tuviera
La imagen que acompaña este texto ilustró la portada de Información
el pasado día 7, cuarenta y ocho horas después de que el gobierno de la
Generalitat decidiera el cierre de Radio Televisión Valenciana y los
trabajadores tomaran el control de las emisiones y empezaran una
programación non stop dedicada a airear las vergüenzas del ente, sin
darse cuenta de que esas vergüenzas son también las suyas propias y las
que nos sonrojan a todos. Aunque se conocieran, porque encima no están
dando ninguna noticia: sólo confirmando lo que ya sabíamos.
El
valor de la fotografía es lo nítidamente que recoge la confusión en la
que estamos instalados. La joven alza una pancarta que se pregunta quién
asumirá «la voz del pueblo». Pero es que lo que el Consell acaba de
liquidar no es una televisión ni una radio públicas, sino el mayor
aparato de propaganda, manipulación y censura puesto a disposición del
PP con dinero público, que no es lo mismo. Y lo ha hecho porque a la
fuerza ahorcan (pongan Montoro donde dice fuerza), no por ningún tipo de
arrebato de convicción democrática.
Estoy
dispuesto a apoyar la existencia de un canal público de calidad,
riguroso e independiente del poder político. Y, además, es posible: ni
siquiera hace falta irse al manido ejemplo de la BBC; basta, como
exponía aquí Francisco Esquivel, con repasar los informativos que se
hicieron en TVE durante la etapa de Zapatero, el único presidente que ha
creído en el papel de servicio al ciudadano, y no al Gobierno de turno,
que debe jugar una emisora pública. Pero lo que no voy a hacer es
derramar una sola lágrima por el cierre de esa televisión que era el
paradigma de la ignominia. Sería un ejercicio de hipocresía y de
cinismo.
Canal
9 jamás cumplió sus objetivos fundacionales. Es humano pensar que tuvo
tiempos mejores, y no negaré que a ratos los hubo, pero el mejor
director que ha tenido, el único digno de ese nombre, Amadeu Fabregat,
empezó el mismo día que ocupó su despacho a traicionar todo aquello por
lo que se había creado esa televisión: ni le importó vertebrar (abrió
con un centro espectacular para la época en Valencia, pero sin
delegaciones en Alicante ni en Castellón), ni convertirla en un vehículo
de potenciación del valenciano, ni buscó la calidad en su producción.
Aún
recuerdo un magnífico artículo publicado en este periódico por otro de
los periodistas que me antecedieron en la dirección, José Ramón Giner,
en el que denunciaba ya en los noventa cómo Canal 9, en lugar de servir
de plataforma de expresión de la cultura valenciana con mayúsculas (que
la hay, y muchas veces ha sido vanguardia), había apostado por la
chabacanería más casposa y había logrado que el verdadero himno de esta
comunidad fuera el «A guanyar diners» de Monleón.
Hubo
manipulación política en la etapa de Joan Lerma. Claro que la hubo:
desde el mismo día de las oposiciones, en la que algunos periodistas que
no tuvimos ningún interés en trabajar en esa casa elaboramos a modo de
juego una lista de aprobados en la que no fallamos ni un solo nombre. El
que la manipulación fuera menor e infinitamente menos grosera que la
que vino luego no significa que no existiera antes.
Luego
llegó el PP. Primero el PP de Zaplana, que llevó el control político
del ente a sus máximas cotas, conduciendo la televisión pública de la
misma manera, exactamente, que se maneja en las dictaduras. Y más tarde,
el PP de Camps, que no sólo mantuvo la bota sobre la programación, sino
que a tenor de lo que después se ha ido sabiendo, también convirtió
RTVV en una fuente de negocio para los amiguetes que acabó por quebrarla
para los restos.
Sé
que hay buenos profesionales en Canal 9. Pero más allá de ello, y del
drama que significa que tanta gente sea condenada al paro, en términos
de análisis político lo que no hay que olvidar es que ninguna dictadura
puede sobrevivir sin colaboración. Por eso da tanta grima ver, ahora que
es su callo el que pisan, como escribía en el artículo antes mencionado
Francisco Esquivel, cómo algunos reclaman solidaridad a base de
confesar su complicidad con todos los desmanes que se han cometido y
que, de haberlos denunciado de forma colectiva y públicamente a lo largo
de estos años, hubieran podido quizá salvar esa televisión.
El
espectáculo final ha sido digno de la cadena que entre otras cosas
pasará a la historia como la que inventó la telebasura. Con muchos
periodistas travistiéndose en 24 horas de mercenarios en piratas que
toman algo público y lo usan como si fuera suyo, sin sentir el más
mínimo rubor cuando entrevistan a las víctimas de un accidente de metro
del que no informaron o lo hicieron de la forma más tendenciosa posible,
o exigiendo, no pidiendo, la firma en su defensa de importantes
colectivos a los que jamás sacaron en pantalla. ¿Que cumplían órdenes?
El juicio del 23-F ya dejó claro, antes de que Canal 9 naciera, que eso
no es excusa. Y la más mínima conciencia ética tendría que llevar a
muchos de esos trabajadores a defender sus legítimos derechos de otra
forma menos ofensiva para quienes han sufrido durante años su respaldo
activo a la tergiversación.
Como
he dicho antes, una televisión pública y de calidad, que cohesione la
Comunidad Valenciana, informe con rigor de lo que en ella ocurre y
traslade lo que en ella bulle, es posible. Pero no es eso lo que quienes
han retenido las cámaras planteaban. Eso sí hubiera sido una salida
digna: contemplar a profesionales mostrar al público cómo puede hacerse
otra televisión. Pero no he visto presentar proyecto alguno en ese
sentido. Sólo sacar las uñas; no le han entregado la televisión a los
ciudadanos, ni siquiera por unas horas, que eso sí que hubiera sido una
revolución digna de apoyar: sólo los han utilizado de ariete.
Pero
en política siempre hay dos planos: el factual, el de los hechos, y el
simbólico. Y si la quiebra de Canal 9 no es culpa directa del Ejecutivo
de Fabra, la forma de actuar de éste en las últimas semanas le condena
sin redención. Un gobierno está para gobernar, no para lamentarse por
las esquinas. El Consell de Fabra sabía a ciencia cierta que el Tribunal
Superior de Justicia iba a anular el ERE por el que se despedía a mil
asalariados. Ni supo hacer ese ERE correctamente y salvaguardando los
derechos inalienables de los empleados, ni fue capaz de tener un «plan
B» para cuando los jueces lo suspendieran. Resultado: caos. El golpe de
mano de los trabajadores, respondido por un golpe de Estado de Fabra, en
tanto que ha orillado todas las prescripciones legales y ha burlado a
las Cortes nada menos que para alterar una ley, para retomar el control.
Un circo, una vergüenza.
El
vicepresidente Císcar, encargado del asunto, se ha abrasado al punto de
que difícilmente podrá ser ya recuperable. Pero Fabra ha vuelto a
transmitir la imagen de que, no sólo no tiene mando en plaza, sino que
tampoco sabría qué hacer si lo tuviera. Letal para el PP. Y mucho más
mortífero si, como muchos se temen, a la vuelta de unos meses nos
encontramos con que a Canal 9 la sustituye un contrato con algún grupo
privado para seguir emitiendo propaganda, a un coste más asumible. Eso
sería sumar, al oprobio, el escarnio.
Nadie
habla en Alicante del cierre de Canal 9 como pérdida, puedo asegurarlo.
Pero sí del escándalo que supone, en tanto es una muestra más de que
aquí ya no hay gobierno. De que sólo hay unos señores que se dedican a
tramitar, más mal que bien, las órdenes que desde Madrid les dan, y cuya
propia existencia, por tanto, es tan cuestionable como la de la
televisión. Y la cosa irá a más en los próximos días: cuando se sepa el
coste real de la liquidación de la tele; cuando salga la sentencia de
Carlos Fabra; cuando Camps vuelva a deponer en un banquillo, aunque sea
como testigo; cuando el pelotazo del Caribe, que ahora ha entrado por la
escuadra de la CAM, rompa la portería de Bancaja, que no olvidemos que
dirigía otro expresidente de la Generalitat...
En
la memoria del periodismo español hay un artículo, publicado en este
mismo mes, pero en 1930, por José Ortega y Gasset, que está entre los
inscritos en letras de oro. Se hizo famoso por su frase final, Delenda est Monarchia.
Pero Ortega no quería dar a la frase el significado original que tiene
en latín, el que bramó en el Senado Catón reclamando que se destruyera
Cartago. Lo que en realidad quería plasmar, y por eso el titular era
otro («El error Berenguer», a la sazón presidente de aquel Ejecutivo) es
cómo las equivocaciones de Alfonso XIII y del gobierno que nombró
estaban provocando, no la destrucción por parte de los ciudadanos, sino
la autodestrucción del régimen por la incapacidad de sus principales
dirigentes.
No
encuentro un ejemplo mejor de lo que aquí está pasando: cada día el
error PP, más incluso que el error Fabra, va erosionando la autonomía
hasta hacer de ella una tramoya falsa, pesada e irreconocible. Y lo peor
es que no sabemos si eso es así sólo por la incapacidad de quienes la
dirigen, o porque hay una firme voluntad desde Madrid de que la
Comunidad Valenciana pase a ser también, como el artículo de Ortega, un
apunte en la Historia.
(*) Director del diario Información, de Alicante