Coincidiendo con la reciente muerte
de Adolfo Suárez ha vuelto a resurgir la figura histórica del primer
ex-presidente del Gobierno de la Democracia y se ha hecho pública la
razón de fondo por la que tuvo que dimitir a comienzos de 1981,
abandonado por la confianza del rey Juan Carlos I y la presión
definitiva del sector más inmovilista del Ejército. Con la celebración
del funeral de Estado en la catedral de La Almudena se cierra
definitivamente un importante capítulo de la actual Historia de España
que los investigadores aún tienen que expurgar a fondo para que la
verdad resplandezca por encima de una austera lápida de la catedral de
Ávila.
En la
primavera de 1978, y tras un período de reflexión, Adolfo Suárez
accedió a conceder su primera entrevista solicitada como presidente del
Gobierno a un periodista. Hasta un año después, no concedería la
segunda ; sería al entonces director de “El País”, Juan Luis Cebrián. De
aquel 12 de mayo se esbozan aquí recuerdos y prolegómenos que, vistos
con la perspectiva actual, sirven de documentación a la crónica
inconclusa de aquellos años.
En
aquel tiempo era la entrevista más codiciada. Pero el Presidente no
estaba por la labor debido a la complejidad del ambiente político.
Muchos otros colegas de Madrid y extranjeros lo habían intentado ya, sin
suerte, y las posibilidades de una aceptación definitiva eran remotas.
Suárez,
Adolfo, el otrora campeón estival de tenis en la Dehesa de Campoamor
cuando le conocí por primera vez diez años antes, se sentaba ahora en
uno de los sillones más difíciles de este país, sacudido por el
terrorismo y la crisis económica. Y enrolado en el proceso de pasar sin
violencia de una autocracia a una democracia enmedio de un agrio debate
popular de si hacerlo con ruptura o con reforma. Él apostaba y era líder
de lo segundo como centrista converso desde las filas del partido único
oficial. Pocos meses después conseguiría sacar adelante, con consenso y
refrendo popular, una nueva Constitución democrática: la que más ha
durado en toda nuestra historia como país aunque ahora se la cuestione.
El
Presidente me recibió a las ocho de la tarde del viernes 12 de mayo,
después del Consejo de Ministros. Antes, Fernando Ónega, en aquella
fecha jefe de Prensa de la Presidencia del Gobierno, me había mostrado
la parte oficial de un Palacio de la Moncloa, aún sin reformar para
adaptarlo a su nueva función, y tal como estaba para ser residencia de
jefes de Estado de visita en España. Suárez surgió, impecable, de la
zona provisional de su residencia y, tras recordar nuestros veranos en
la finca de los Tárraga-Segura, me invitó a pasar a su despacho de
estilo clásico francés.
Mi
objetivo profesional se estaba a punto de cumplir. Era yo el primer
periodista en lograr un tiempo del Presidente para charlar
distendidamente sin más restricciones que no tomar notas o enchufar la
grabadora. Estuvimos casi dos horas, sin contar lo que hablamos mientras
me acompañó a la puerta para despedirme y recordar que “Campoamor es
uno de los sitios donde más me he divertido”. Definitivamente, me
pareció más seductor que tahúr.
La
labor previa había dado su fruto. Aparte de esgrimir nuestros comunes
veraneos, y amigos jerezanos como Federico González de la Peña, el luego
librero de Brönte, hube de utilizar conexiones personales de confianza
para los dos, entre otros, el ahora muy famoso Antonio Navalón, uno de
sus asesores personales, y Pepe Duato, gobernador civil de Alicante, y
desterrado por la Dictadura tras haber asistido en su juventud al
“contubernio de Munich”, además de ser padre del bailarín Nacho Duato.
El
mètodo, mi oferta, y las conexiones profesionales habían convencido al,
hasta entonces, desconfiado y hermético Adolfo Suárez. La fórmula de
compromiso era hablar como presidente de UCD más que del Gobierno, en un
contacto oficioso y amistoso. Las condiciones me recordaron las que
Abilio Bernaldo de Quirós me puso un quinquenio atrás para lograr
entrevistar a Henry Ford II, el magnate mundial del automóvil, de
Detroit.
Años
después, alguno de esos mismos intermediarios me procuraron la
elaboración de un proyecto periodístico para España de “News
Corporation”, la empresa mediática del judío australiano Rupert Murdoch,
que, finalmente, no se desarrolló ante argumentos estratégicos
nacionalistas de otras empresas periodísticas madrileñas.
La
actitud del Presidente se explicaba, más que por estrategia de partido,
por prudencia para no poner en peligro la política de Estado que él se
proponía, de acuerdo con el Rey Don Juan Carlos, para restablecer la
convivencia en un país muy estigmatizado todavía como consecuencia de la
secuelas dejadas por la Guerra Civil y el régimen de Franco en una
sociedad ya madura para la democracia. A Suárez no le gustaban las
entrevistas periodísticas formales y prefería la charla amistosa
inteligente porque consideraba prudente no emitir públicamente juicios
de valor sobre personas y hechos recientes que pusiesen en riesgo sus
propósitos, más o menos confesados genéricamente. Bastante tenía con
convencer, calmar o neutralizar a los más ortodoxos franquistas. Su
obsesión, consolidar una democracia para todos, incluidos los
satanizados comunistas.
Pero
nueve años al frente de TVE le hacían comprender la importancia de los
medios de comunicación. Además, el periodista era joven, 25 años, y con
pocos prejuicios pese a haber asistido desde las agitadas aulas de la
Universidad Complutense, a la misma vez que Aznar, Ana Botella, Helena
Hedilla o Pérez-Reverte, a los estertores del régimen, magnicidio de
Carrero Blanco (uno de los mentores de Suárez desde los tiempos de la
Dehesa de Campoamor), y muerte de Franco, residiendo en un colegio mayor
donde tenía por vecino de planta al ya entonces inquieto y locuaz
Álvarez Cascos.
Suárez
no rehuye entrar a todos los temas que le planteo sin cuestionario
previo, salpicando la conversación amistosa con pronunciamientos como
que “nada me hace decaer ni me desalienta. Mis banderas son las de la
libertad y la justicia”. De fondo, en la librería, destacan una foto con
el Rey vestido con uniforme militar de campaña; otra de su esposa,
Amparo Illana; y una tercera del falangista liberal Fernando Herrero
Tejedor, su primer gran mentor, “padrino” político, y padre del
periodista Luis Herrero, en medio de muchas otras con jefes de Estado o
de Gobierno.
Cordial
y accesible, Suárez llenó de colillas el cenicero; contó anécdotas y
gastó bromas. Llegó a revelar tácticas pero silenció estrategias. Jugaba
mucho con el factor tiempo y calculaba perfectamente toda contestación
al cambio político en la duración de su efecto psicológico y el momento
de darlo a conocer. Preveía todas las reacciones a sus decisiones, y el
paso siguiente. “Mi designación por el Rey causó hasta risa”, me dijo al
revelarle mi sorpresa de aquel 4 de julio de 1976 al conocer la noticia
de agencia en la mesa de Redacción de “La Verdad”.
Porque
Suárez sólo contaba 44 años. A continuación me reveló que su ambición
secreta desde siempre era llegar a presidente del Gobierno. Por eso,
tiempo atrás y mediante contactos discretos, había presentado sus
proyectos de transición y su visión de la reforma desde dentro al
entonces Príncipe de España. Lo que más convenció a Don Juan Carlos
fueron las mayores posibilidades de Suárez de materializar esos
proyectos de evolución frente a las fórmulas que le presentaron también
otras figuras políticas del momento.
En
tono distendido, entre temas muy serios, volvíamos una y otra vez a
cuestiones más triviales. “Cuando no me dedico activamente a la política
es cuando me pasa todo lo malo de mi vida”, parece que vaticinó aquel
12 de mayo a tenor de lo que ha sufrido después con la enfermedad y
muerte de su mujer y de una de sus hijas. “Soy un chusquero”, recalcó
tras enumerar todas las funciones políticas desempeñadas en los diversos
niveles de la Administración del Estado, desde gobernador de Segovia a
presidente del Gobierno pasando por director general y ministro. ”Tengo
colmados todos mis deseos de poder". Precisamente Suárez me confesó que
le gustaba ir al Congreso de los Diputados y dirigir personalmente la
estrategia de su partido (normalmente eso lo hacía Abril Martorell)
cuando había que adoptar decisiones importantes.
Quizá
el momento de más interés de las dos horas fuese cuando se mostró
seguro de que los empresarios y banqueros apoyaban sus reformas
económicas, que, ya entonces, pasaban por la supresión de privilegios e
introducir la economía de mercado tras decenios de práctica autárquica
“para que ésta funcione correctamente”. Suárez aventaba difícil salida a
la crisis económica que sufríamos y me confirmó su gran preocupación
internacional por el Estrecho de Ormuz, lugar de paso de la mayoría del
crudo mundial y vía estratégica del suministro de petróleo a Occidente.
Confiaba en la entrada de divisas gracias al turismo, una reserva
monetaria que antes de llegar él ya era importante, pero mostraba
cautela al decirme que “no basta con tener una Constitución democrática
para lograr la reactivación”.
Quería
hacer política de Estado, se mostraba satisfecho conque la Izquierda
hubiese aceptado a la Monarquía de Don Juan Carlos tras asumir los
intereses supremos de España, y no se arrepentía del cambio de su
trayectoria política desde el franquismo porque pensaba que “lo más
normal y racional es tender al centro”. No le gustaban, según me dijo,
los cambios bruscos y pendulares. Y pasaba bastante de las críticas
personales porque “las etiquetas las da el pueblo y las refrenda un
determinado comportamiento. Se han dicho de mi cosas falsas en la
Prensa”. Aproveché su locuacidad en el trayecto desde su despacho hacia
los jardines y la salida del edificio de Presidencia para testar su
resistencia a modificar límites territoriales entre las regiones que
iban perfilando la España de las Autonomías.
Como
colofón, antes de la preceptiva foto de despedida en la puerta a las
escaleras exteriores, le recordé la entrevista que muchos meses antes yo
le había hecho a su hija Laura en la casa de verano que el director
general de Seguridad, Mariano Nicolás y su esposa, Mari Jiménez,
fallecidos en accidente hace años, tenían en Denia. Sin reprobar mi
logro por accesibilidad a aquellos anfitriones, Suárez me despidió
diciéndome:“A mis hijos les tengo prohibido hacer declaraciones por si
sueltan algún disparate”.