lunes, 26 de enero de 2009

El periodista almuerza solo / Juan Cruz Ruíz

Hay una reunión anual del presidente de los EEUU (de todos los presidentes) con los periodistas de la nación, y ahí unos se ríen de los otros, se imitan, se zahieren, y después la vida vuelve a la normalidad. Es decir, el presidente se dedica a lo que tiene que hacer y los periodistas hacen lo suyo, que es criticar lo que hace el presidente, si el presidente hace algo que el periodista percibe que se va fuera del tiesto.

Una vez, o a lo mejor más, al último presidente, el ya lejano George W. Bush, W para los suyos, no le gustó una pregunta sobre la guerra de Irak que le hizo una periodista muy veterana; en primer lugar, no le contestó, y en segundo lugar marginó en lo sucesivo la presencia de la reportera, a la que el protocolo de la Casa Blanca situó en la última fila de estas ceremonias de encuentro periódico entre los reporteros y el titular de la presidencia del país más poderoso del planeta.

El caso es tan raro que se recuerda y se cita como una excepción. Y la situación, es decir, la historia de la relación de los periodistas y los presidentes (es decir, del poder) en Estados Unidos, se cita como un paradigma de lo que tiene que ser esa relación sagrada entre un poder y otro, suponiendo que en efecto el periodismo sea un poder que se pueda comparar con el otro. Se quebró esa relación estable en un momento dado, en 1972, cuando el Washington Post decidió acometer lo que luego sería una hazaña mayor en la historia del periodismo, la investigación del que ya se llama caso Watergate.

Richard Nixon, que iba a ser el mayor perjudicado por esta historia, quiso parar la publicación de las revelaciones de los reporteros Woodward y Bernstein, pero se encontró ante una empresa que no aceptó el soborno del patriotismo y siguió adelante con sus pesquisas. La batalla no la dio sólo el periodismo, sino la empresa periodística, y por eso el Caso Watergate pudo investigarse hasta el final, porque el desafío era colectivo.

Y así siguió la historia, el periodismo haciendo lo que debía hacer, es decir, investigar, publicar el resultado de sus investigaciones, y los presidentes haciendo lo que tenían que hacer, hasta que durante unas horas al año uno y otros se encuentran para reírse un rato entre ellos. Pero el compadreo dura eso, un rato.

En nuestro país, y en nuestra tierra, hay ejemplos a puñados de que eso no es así. Los presidentes llaman a los periodistas, éstos tratan a los presidentes de tú, y existen numerosas anécdotas del compadreo generalizado, allí y aquí y en todas partes, en almuerzos, en cenas, en desayunos, en cuchicheos y en risitas por debajo de la mesa. Se juntan a comer más veces de lo que hace falta, se intercambia consejos, e incluso consejos de administración; el asunto afecta no sólo a las relaciones sucesivas de los presidentes, sino que baja el escalón del poder hasta llegar a las propias alcaldías, y más abajo aún.

Y esa promiscuidad ha contaminado el ejercicio del poder, por un lado, y del periodismo por otro. Esta situación ha comprometido, pues, el debido sosiego del ejercicio del poder y el debido sosiego del ejercicio del periodismo; aunque no quieran, aunque los periodistas seamos muy fuertes y éticamente muy bien equipados, los que lo sean, esa promiscuidad termina calando, como una lluvia fina, hasta que se relajan las defensas y todo es un magma por el que se cuelan episodios que comprometen a los dos lados de la batalla.

El penúltimo episodio de esta saga es esa contumacia con la que un político canario salta una y otra vez de su cargo para situarse en el ring de la lucha contra un determinado órgano de comunicación, este en el que colaboro. Entre sus argumentaciones figura que está siendo objeto de una cacería. Dice cacería y ya tiene que imaginarse el lector, o el televidente, o el radioyente, o el ciudadano en general, que lo que se dice no responde a la información que alguien ha obtenido, sino a una torticera manipulación de los datos o de los hechos. La vieja técnica de matar al mensajero para que no cale el mensaje ha dado siempre resultados, pero son provisionales. Al final siempre salen a relucir los datos, y muchas veces son los datos los que se quieren ocultar detrás de la palabra cacería.

Ahora ha ocurrido en Madrid un episodio interesante de este pavor que tiene el poder político a que el periodismo vaya haciendo su oficio; un periodista publicó en el diario para el que trabajo, El País, una determinada información sobre una supuesta trama política cuyo objetivo era el espionaje interno de la Comunidad de Madrid, y antes de que los datos la pusieran roja la presidenta de la institución apeló a la broma ("¿Y ustedes se creen lo que dice ese periódico?") hasta que en el momento procesal oportuno halló la palabra mágica: cacería. No sé si la pronunció ella o la pronunció el consejero supuestamente implicado en la citada trama. Uno u otra eran objeto de una cacería. Pues paremos las balas. Es una palabra mágica, sí, e inquietante. ¿Qué hacer cuando la pronuncian? Seguir buscando.

En la soledad del periodismo; el periodismo es una batalla cuyo principal enemigo es el compadreo, que el político quiera hacer lo que tú haces, o que la quiera interrumpir con caricias, o amenazando, que es una manera más cruenta de la caricia. Diciéndote que estás llevando a cabo una cacería ya te está señalando, para pararte.

Un día dijo un periodista italiano, Ezio Mauro, director de ´La Repubblica´, que siempre que iba a comer con un político ponía sobre la mesa un cuaderno y un lápiz. Para que el político supiera que comía solo, y que el periodista también comía solo. Compartían los alimentos, pero estaban trabajando. Esa sería una forma de hacerle saber a los políticos que cada uno está en un lado de la mesa, pero no dentro del potaje.

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