Cuando en la primavera de 1980 Juan Tomás de Salas
me ofreció ser director de Diario 16 yo le puse como única condición que
me dejara llevar al periódico a dos de las figuras de la redacción de
Cambio 16: quería que Xavier Domingo fuera nuestra gran firma multiusos y que José Luis Gutiérrez
ejerciera como director adjunto. Los dos tenían esa rara capacidad de
vivir el periodismo con la intensidad y la vibración de un reportero
para transformarse en brillantes, concienzudos y versátiles narradores
cuando se ponían ante la máquina de escribir. Hace ya más de 15 años que
nos dejó Xavier y anteayer encontraron muerto a José Luis, pero uno y otro
quedarán siempre en mi memoria como dos grandes amateurs del periodismo,
en el sentido de que amaban lo que hacían, y como dos grandes epicúreos
que disfrutaban como nadie practicando lo que consideraban no un
trabajo, no una profesión, sino una forma de vida.
Tengo aún clavada en la retina la mirada escrutadora de José Luis
Gutiérrez, dominando el escenario, el día de mi toma de posesión. 'El
Guti' era ya entonces todo un personaje, una fuerza de la naturaleza, un
cronista apasionado y comprometido con las vivencias de la Transición
política. Su físico aparatoso y agreste, su leyenda autodidacta forjada
en las minas del Bierzo, su carácter en permanente ebullición, su
imaginación siempre fértil y aguda, todo hacía de él un icono de aquella
redacción de jóvenes airados que confeccionábamos un periódico en la
sexta planta de un edificio industrial con ayuda de una multicopista
grande que José Luis bautizó como 'rotativa de la señorita Pepis'.
El Guti era nuestro primer espadachín: generoso, valiente y tan
pendenciero como lo requiriera la ocasión. Recuerdo la conmoción con la
que todos nos arremolinamos a su alrededor cuando llegó desde el
Congreso a última hora de la tarde del 23-F y cómo su relato sirvió de
columna vertebral a aquella edición extra que al filo de la medianoche
los propios redactores distribuyeron entre los guardias civiles
apostados en la carrera de San Jerónimo. Cuando me expulsaron del juicio
a los golpistas, fue él quien cogió el relevo y publicó unas crónicas
luminosas e hirvientes cuyo único parangón eran las que Martín Prieto escribía para la competencia.
Siendo por razones sociológicas y vitales un hombre de izquierdas, habiendo tenido una relación muy estrecha con Felipe González,
rayana en la amistad, nadie se escandalizó tanto como el Guti con los
abusos de la etapa felipista y especialmente con los crímenes de los
GAL. Su sentido quijotesco de la vida le impedía transigir con la razón
de Estado o cualquier otra coartada similar. Como Ambrose Bierce, el Gringo Viejo de Carlos Fuentes,
veía que ese falso patriotismo era el último refugio de los canallas
que se lucraban con el salario de sangre de los fondos reservados. Por
eso quemó sus naves con 'La ambición del César', el libro que escribió a
cuatro manos con Amando de Miguel, retratando al González de las tres mayorías absolutas bajo el estigma despótico de los emperadores romanos.
A partir de ahí 'el Guti' se sintió atrapado en una espiral de
confrontación con un poder que percibía rencoroso e implacable,
inscribiendo en ese contexto tanto el amargo final de Diario 16, del que
llegó a ser director en una de las etapas posteriores a mi destitución,
como una serie de desagradables peripecias personales que le fueron
desgastando física y emocionalmente. Y por si fueran pocos los molinos
de viento domésticos, de repente se vio inmerso en una desigual pelea
judicial con el reino de Marruecos a cuenta de un reportaje que
conectaba a la familia de Hassán II con el tráfico de
drogas. Perdió en todas las instancias españolas pero ganó en
Estrasburgo después de haber movilizado a su favor a todas las
plataformas internacionales defensoras de la libertad de prensa.
No cogió la primera rueda de la fundación de El Mundo pero se
reenganchó pronto con sus Erasmos y columnas que siempre guiaron a los
lectores a través de los 'espejos cóncavos y convexos' de nuestro
contemporáneo 'callejón del gato'. Como Falstaff, el Guti no sólo tenía
ingenio sino que transformaba en ingeniosos a todos aquellos a los que
se refería. En palabras de su, más que amigo, compadre Luis Eduardo Aute, para él la vida consistía en "verla pasar como una estrella fugaz" pero habiendo cogido antes al diablo por el rabo.
Se nos va un personaje de las películas de periodistas pero también
de las de capa y espada. La revista Leer fue su último florete. La
semana pasada o tal vez la anterior me llamó para preguntarme si le
convenía operarse de la rodilla. Aún no sabemos de dónde provino la
estocada aviesa que atravesó su gigantesco corazón.
(*) Periodista y director de 'El Mundo'
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