El desconcierto que, de manera general, afecta a los países europeos,
como consecuencia de una crisis que amenaza con el hundimiento del
sistema, tiene en alguno de sus aspectos estructurales de funcionamiento
las características de incertidumbre que suelen acompañar a las épocas
de transición. El periodismo y su consecuente desarrollo de comunicación
de masas, hasta vislumbrar y sufrir ya, en la mismísima actualidad de
su ejercicio, las consecuencias del cambio radical, inexorable, que
comporta la aplicación de la tecnología digital, seguirá siendo una
referencia fundamental en la conformación de las sociedades del
inmediato futuro, y una piedra de toque ineludible para entender la
preservación de las libertades frente a todo poder instituido, al que,
si no traiciona su propia naturaleza, el periodismo tendrá que seguir
vigilando y controlando con medios, si cabe, más poderosos por su
inmediatez y omnipresencia.
Cuando estamos viviendo el final de lo que
podríamos denominar el periodismo convencional y la liquidación de la
comunicación en soporte de papel parece inminente, no estaría de más
recordar de cara al futuro que, en sus orígenes, el periodismo fue la
fuerza catalizadora, imparable, de la transformación, primero, de las
sociedades modernas del Antiguo Régimen, y el establecimiento, después,
en el siglo XVIII, del Estado contemporáneo, surgido de las Revoluciones
norteamericana y francesa.
Entre los estudios de historia que, con tan
oportuno y buen criterio, edita la editorial Marcial Pons, destaca el
último libro que pone al día los orígenes del periodismo en Europa: Roger Chartier y Carmen Espejo (eds.) La aparición del periodismo en Europa. Comunicación y propaganda en el Barroco -Madrid,
2012- (**). Una compilación de trabajos de algunos de los mejores
especialistas en la materia que, con previa contextualización del
complejo y difuso término de Barroco, actualizan los estudios
de los comienzos del periodismo en toda su complejidad nacional y
transnacional, pero mostrando en todo momento una de sus características
decisivas: el periodismo en Europa fue desde sus inicios un elemento
más de cohesión que de diferenciación.
Lo que parece claro es que la imprenta no
sustituyó al manuscrito que, como forma de comunicación en series más o
menos periódicas, gozaba de buena salud, al menos en la segunda mitad
del siglo XVI y el XVII, a mediados del cual se irán generalizando buena
parte de los periódicos impresos (las gacetas). Parece también
unánime la opinión de que el periodismo europeo surge propiamente en
las primeras décadas del siglo XVII, concretamente (como asevera Carmen
Espejo en su interesante revisión de la cuestión: Un marco de interpretación para el periodismo europeo) en torno a una fecha simbólica, 1618, y el comienzo de la Guerra de los Treinta Años.
Primero fueron los avisos y relaciones,
manuscritos los primeros, progresivamente impresas las segundas. Unos y
otras dan noticia de sucesos, hechos políticos, religiosos,
comerciales…; en sus orígenes con formas de expresión muy cercanas a la
literatura popular, pero les diferencian dos cuestiones importantes que
marcarán su trayectoria: los avisos manuscritos circulan sin
control entre círculos selectivos, que encuentran en ellos información
sensible y aun subversiva, capaz de sortear amenazas y censuras. Las relaciones
tienen un público más amplio y popular y, por su factura impresa, son
más fáciles de controlar. Están sometidas a las exigencias
institucionales de la producción de la imprenta y, antes de ser
sustituidas por las gacetas, abrirán el apetito del poder como
instrumentos políticos de información controlada y propaganda que, a su
vez, desarrollará una legislación amplia de usos y obligaciones, antes y
después del proceso de impresión.
La consolidación del Estado moderno y su absolutismo, de la que el periodismo es inseparable, descubre en los avisos y relaciones un nuevo factor de la concepción del poder y las relaciones consecuentes con sus súbditos, en
adelante ineludible. Porque esta es la cuestión que aquí nos interesa:
de qué manera el periodismo, que nace y se desarrolla junto y al amparo
del Estado absolutista, terminará siendo en su plenitud constitutiva un
siglo después uno de los principales resortes de la Revolución y el
Estado contemporáneo.
“Las revoluciones -escribe Mario Infelise en uno de los trabajos más sustanciosos de este libro (Disimulo e información en los orígenes del periodismo)-
eran en gran medida consecuencia de la difusión de las noticias”. Y el
poder absoluto, que aguza enseguida su instinto de conservación, se
percató rápidamente del peligro que entrañaba la nueva forma de
comunicación periodística. Sin duda, era extremadamente preocupante
porque, en esencia, atacaba directamente el meollo de la “razón de
Estado” imperante: el secreto, cuyo mantenimiento se consideraba en la
época el mayor atributo de la sabiduría del príncipe o gobernante.
La cuestión que se plantea al poder entonces es cómo evitar el
desvelamiento del secreto y hacer que la ignorancia permanezca incólume
en el pueblo como garantía de la continuidad del gobierno. Pero como el
nuevo empuje de la inédita forma de información se muestra irrefrenable,
creando muy pronto también el germen de lo que será más tarde la
opinión pública, se asume con buenos reflejos que, en adelante, no será
posible gobernar sin el control de la información periodística. Su
monopolio, censura o, al menos, alguna forma efectiva de tutela, lo
transformarán en un elemento utilísimo de construcción de imagen y
control político y social.
Las grandes figuras políticas del momento
europeo fueron clarividentes a la hora de usar el nuevo fenómeno
informativo. Con temprana astucia, el cardenal Richelieu
se rodeó de un auténtico “gabinete de prensa” de la época, integrado
por historiadores, escritores y secretarios, duchos en el arte de la
contrainformación y propaganda; fautores e inductores de la primera
“opinión pública” francesa que el propio cardenal centralizaría como
monopolio en la Gazette de Theophraste Renaudot
(1631).
El conde-duque de Olivares llegó a crear una Junta de cronistas
en 1641, con funciones de información y propaganda, sobre todo contra
los levantiscos catalanes, a la sazón rebelados. Pero mucho antes, en la
década de los años veinte, el Conde-Duque había manejado la información
interesada en avisos y relaciones, mediante lo que Richard L. Kagan denomina las “plumas teñidas” (expresión vertida por Gracián en El Criticón ); o sea, los escritores e historiadores afectos, mercenarios de la pluma, entre los que se encontraban gentes como Quevedo, protagonista importante de la campaña de propaganda contra Francia en la guerra de 1635.
Dos muestras fehacientes de la convulsión que en sus inicios produjo
el periodismo, instrumento irreversible ya para la política y la cultura
que, en tan sólo el transcurso de un siglo, modificó el ejercicio
tradicional del poder. A comienzos del siglo XVIII, la información
periodística está consolidada y aspira abiertamente a discutir las
decisiones de la corte. Puede decirse que en esos momentos se abre paso
la contemporaneidad, un tiempo incipiente en que el seguimiento de la
política ha superado la primera etapa de curiosidad, ensayos y tanteos,
para convertirse en una necesidad del público que es gobernado.
Hoy como ayer, en el soporte que fuere, el periodismo seguirá fiel a
sí mismo y a su propia naturaleza siempre que no consiga satisfacer a
todos, y apunte con valentía y coherencia a lo que en cada momento tenga
visos razonables de verdad. Un oficio peligroso, como advertían ya en
el siglo XVII los propios gacetilleros: escritores y periodistas nunca
podrán evitar “estamparse contra la frustración ajena”
No hay comentarios:
Publicar un comentario