Sin duda, el periodismo es necesario. Nadie lo cuestiona, a pesar de
que muchos lo ignoran. Pero me refiero al periodismo de siempre, a ese
que nos permitió en nuestro país salir del silencio informativo del
franquismo y contribuyó a traer la democracia. Me refiero a ese
periodismo comprometido con las libertades y con el pluralismo, que
sirvió de aglutinante social y cultural en el proceso de construcción
democrática. Me refiero a ese periodismo bien hecho, de calidad,
reconocido socialmente y con prestigio. Me refiero a ese periodismo que
creía en el compromiso social y que defendía la veracidad y el rigor
informativo, y los anteponía a otros intereses mercantiles o políticos.
Por suerte, aún quedan medios de comunicación que siguen creyendo en esos valores del
periodismo necesario.
Sin embargo, los tiempos que corren no son
buenos para la información libre, veraz e independiente, y no solo por
las dificultades que entraña el ejercicio de toda libertad, sino por el
escaso valor que nuestras democracias están atribuyendo al periodismo, y
por la equivocada gestión que de éste están llevando a cabo muchas
empresas de comunicación.
Por una razón u otra, el periodismo en
esta segunda década del siglo XXI sufre una de sus mayores amenazas. En
los últimos años se ha escrito mucho sobre esto, pero no parece haber
calado en los proyectos de nuestros gobernantes ni de nuestros
empresarios, que asisten o participan de un juego macabro que puede
conducir a la muerte del periodismo. Porque el periodismo morirá si la
democracia no lo protege, y ésta cavará asimismo su propia tumba porque
sin periodismo no hay democracia.
Coincidíamos hace solo unos años
en la importancia de la prensa y de los medios de comunicación, en su
vinculación con la democracia, en su consideración de cuarto poder, en
su influencia social, en la admiración hacia los grandes periodistas y
profesionales de la comunicación, en la honorabilidad y prestigio de la
profesión periodística, pero en poco tiempo toda esta imagen se ha
derrumbado ante nuestros ojos casi sin darnos cuenta.
Ahora, por el
contrario, el periodismo carece de credibilidad, la precariedad es la
principal característica de la profesión, el reconocimiento social es
escaso, como lo es el valor de la función que desarrollan los
periodistas.
Y esta imagen negativa que se proyecta del
periodismo y de los periodistas aún parece no haber tocado fondo. La
destrucción de puestos de trabajo, la proletarización de los
periodistas, el cierre de medios de comunicación, siguen produciéndose y
se presentan como consecuencia inevitable de la doble crisis que afecta
al periodismo; la económica, derivada de la crisis general, y la
tecnológica, que obliga a su reconversión.
Pero estas causas son en
muchos casos un pretexto para transformar radicalmente la estructura de
un sistema informativo que aún responde a un modelo de servicio público
(el periodismo lo es) que garantiza el derecho a la libertad de
información, y que está basado en unos medios públicos o privados que
gestionan dicho servicio, y en unos profesionales formados para ello.
Sin
embargo, siempre fue esta una profesión aquejada de un complejo
secular, porque su cercanía al poder político o económico le ha impedido
reconocer sus propias carencias. Flaco servicio ha hecho también esa
élite de los periodistas en la que se quería ver reflejada el conjunto
de la profesión, pero que nunca supieron, ni aún hoy saben, que el
prestigio de la profesión no venía de su mano, de la existencia de
periodistas mediáticos e influyentes, sino de la fortaleza de la
profesión, de la defensa de sus derechos y del prestigio colectivo.
Pero
el individualismo de esos profesionales, y el actual sálvese el que
pueda, han impedido la creación de movimientos organizados
verdaderamente sólidos, al menos en nuestro país, capaces de hacer
frente con eficacia a las injusticias laborales y profesionales a las
que en muchas ocasiones se les ha sometido, razón además por la cual el
poder político sigue sin atender unas demandas que son legítimas y
necesarias para regular el sector, y prefiere no enfrentarse a los
grandes lobbies, que están impidiendo realmente la democratización de la
comunicación. No quiero decir con todo esto que la labor realizada por
las Asociaciones de la Prensa y por los Sindicatos de Periodistas en la
defensa del periodismo y de los periodistas haya sido irrelevante, antes
al contrario, pero sigue siendo insuficiente.
Es cierto que lo
que ocurre en España no tiene parangón en Europa, la falta de derechos
laborales es mayor aquí que en casi ningún otro sitio, al menos en los
países de nuestro entorno. Solemos creer que la precarización laboral de
los periodistas, la ausencia de estatutos profesionales, la disminución
del pluralismo informativo, o de la calidad de los contenidos, es lugar
común que se produce por igual en nuestro entorno europeo. Y no es así,
sencillamente porque la tradición democrática de los países de nuestro
entorno es mayor, con la excepción de Portugal, y la protección de los
derechos de estos profesionales ha sido mejor salvaguardada.
Nuestra
particular burbuja, otra burbuja más, nos impide conocer la realidad de
este problema con una mirada más global. Es cierto que lo que
actualmente pasa en España está contribuyendo a la toma de conciencia de
los periodistas, y que las asociaciones y los sindicatos están haciendo
una labor de denuncia muy importante, que tiene que ser seguida por el
colectivo profesional con el objetivo de rearmar con argumentos a esta
profesión tan importante para la supervivencia de la democracia.
Parafraseando a Gabriel Celaya, el periodismo sigue siendo un arma
cargada de futuro, pero no cualquier periodismo sino el periodismo
necesario como el pan de cada día.
(*) Catedrático de la Universidad de Málaga
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