La vida real es mucho más interesante que las películas. Las cosas
que nos pasan a diario suelen esconder historias de bandera, historias
de primera página que, por lo general, los periodistas de los medios
tradicionales ni las huelen: ni las olemos. O nos las comemos con
patatas.
La mayoría de los medios de comunicación parecen más interesados en
competir con las novelas y con el cine que en rescatar la única e
insustituible esencia del oficio periodístico, que es ir a un sitio, ser
testigo de lo que ocurre, hablar con cuantos más protagonistas del
asunto, mejor… y acto seguido, contarlo antes y mejor que nadie. ¿A que
parece que está tirado? Pues nada: en la mayoría de los medios
tradicionales ni se va a los sitios donde pasan las cosas, mucho menos
se buscan historias propias; ni se habla con protagonistas, ni tampoco
se tiene ninguna prisa en contarlo cuanto antes. ¿Mejor que nadie? Pero
si muchos se limitan a cortar y pegar, sin detenerse siquiera a
revisarlo por si existe alguna falta de ortografía… Un desastre.
¿Por qué sucede esto? Hay quien lo achaca a la convulsión que ha
supuesto internet, pero mucho antes de la aparición de la Red, los
periódicos ya habían renunciado a su verdadero cometido. Hace muchos
decenios que la colonización publicitaria convirtió en imposible indagar
en las tripas de aquellas instituciones o empresas que financian la
supervivencia de los medios. A los políticos, claro, se los llevaban los
demonios porque mientras a ellos los medios los ponían a parir, a las
empresas anunciantes nadie les metía mano. Hasta que alcaldes, ministros
y presidentes de la diputación descubrieron que las subvenciones eran
mano de santo: subvención al papel, ayuda a las cuotas de la seguridad
social, subvención por difusión, contratación de propaganda y publicidad
institucional…
El tiempo ha ido pasando y la conjunción astral ha sido tal que la
libertad de información, sobre todo en los grandes conglomerados de
medios, se ha convertido en una verdadera quimera. Entre la crisis
global, la revolución digital, la agonía del papel impreso, la
diversificación de la oferta, el adelgazamiento de las plantillas, el
teletrabajo y las megadeudas, cada vez parece que es más difícil
contarle a la gente lo que le ocurre a la gente. Acabamos
contando auténticos cuentos chinos: yo, banquero dueño de un medio, te
cuento lo que me interesa contarte y me la trae al pairo que te lo creas
o no. Lo que realmente me importa es mantenerte al margen de mis
manejos, conchabeos y corruptelas varias.
Sobre el futuro del periodismo se sabe muy poco. Existe la certeza de
que las cosas dejarán muy pronto de ser como son. Pero nadie sabe cómo
serán. Los grandes periódicos pierden los lectores, las televisiones la
audiencia y los periodistas el trabajo. Y para sobrevivir, mientras las
cosas se aclaran, las empresas periodísticas, unas más entrampadas que
otras, se han entregado atadas de pies y manos a los bancos y a los
patrocinadores. Ya apenas existen los editores vocacionales como Antonio Asensio, Jesús de Polanco o Juan Tomás de Salas,
por ejemplo. Ahora la propiedad de buena parte de los medios está en
manos de bancos, fondos de inversión, multinacionales… Vocacionales
estos de la cuenta de resultados y punto. ¿Qué para eso hay que hacerle
la pelota hasta la saciedad al gobierno de turno? Se le hace. Que todo
el problema sea ese.
Con este panorama, ¿qué margen le queda al periodista profesional
para desempeñar su oficio honestamente? En los últimos meses, los tres
periódicos más importantes de España han cambiado de director. Los
anteriores no le gustaban a Soraya Sáenz de Santamaría, espada flamígera de Rajoy en materia de medios de comunicación. A Pedrojota Ramírez no le perdonaron que aireara en “El Mundo”, el periódico que dirigió durante casi veinticinco años, los mensajes que el presidente del gobierno intercambiaba con Bárcenas, el corrupto tesorero del pp, y en los que le instaba a ser paciente y le aseguraba que “estaba haciendo lo que podía”.
En Moncloa decretaron la sentencia del siempre controvertido director y la empresa editora de “El Mundo”
no dudó en servir su cabeza en bandeja de plata para que el gobierno
levantara pedal, se apiadara de ellos y decretara el final de la asfixia
financiera. En “El País”, tres cuartos de lo mismo: con más de
tres mil millones de deuda, los dueños han sabido entender,
perfectamente también, la voluntad de Soraya: colocar un director de
fiar que les permitiera dormir tranquilos y tener cubierto ese flanco a
conveniencia de los intereses gubernamentales y del partido que los
sustenta. En “La Vanguardia” su propietario, el conde de Godó, fue en su momento convenientemente llamado al orden porque tenía un director, Josep Antich, demasiado alineado con las tesis independentistas catalanas. Moraleja: fuera Antich y dentro Màrius Carol,
probado hombre de bien que durante años se dedicó a la información
institucional y mantiene excelentes relaciones hasta con Zarzuela.
Así es como funciona la cosa. Esto es lo que hay. Verifíquenlo
ustedes mismos. Abran su periódico favorito (local, regional, nacional,
da igual) por cualquier página y comprueben cómo se parece cada día más a
los boletines institucionales o a los catálogos comerciales. Son cada
vez más turiferarios del poder y menos servicio público, menos
contadores de historias, menos denunciadores de injusticias, más
propicios a los ajustes de cuentas…
El propietario de una cadena andaluza de periódicos suele proclamar
sin reparos que él no quiere tristezas en portada, ni inmigrantes, ni
desahuciados, ni pobres, ni descamisados ni gente con problemas. Esos no
compran periódicos, suele decir. A mí ponedme noticias de empresas y de
empresarios en primera, que esos son lo que nos compran. ¿Se trata de
una excepción? Ni mucho menos. Ese es el comportamiento habitual, que
unos reconocen en voz alta y otros no.
Por eso los periódicos se caen de las manos. Por eso cada vez se
acerca menos gente al quiosco a comprarlos, ni siquiera para envolver el
pescado del día siguiente. Porque no contienen historias, porque dentro
no se le cuenta a la gente las cosas que le pasan a la gente, sino solo
aquellos asuntos que el poder y el dinero no tienen inconveniente en
que salgan a la luz. O peor aún, tienen mucho interés en que aparezcan,
en cuyo caso, como se sabe, no estamos hablando de periodismo ni de
información, sino de propaganda o de publicidad. Las cifras de difusión
de los periódicos de papel van cuesta abajo y sin frenos y los que
queremos continuar dedicándonos a contar historias intentamos como locos
descubrir cuanto antes por dónde demonios irá el periodismo en el
futuro. Mientras tanto, vamos pedaleando como podemos para
evitar caernos de la bicicleta.
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