lunes, 10 de febrero de 2020

Gistau, entre la columna y la vida / Javier Ors *

Escribir con urgencia, con la noticia todavía caliente o en primicia y con la inmediatez que supone siempre trabajar contra el reloj es lo que se supone debe saber hacer todo buen periodista. Pero no siempre es tan sencillo ni tampoco habitualmente resulta doloroso. 

A David Gistau lo conocí cuando yo empezaba en este oficio y todavía traía el rostro marcado por la ingenuidad de los universitarios. Él ya venía drapeado de fama, con los dedos manchados de tinta y la sonrisa pícara de los que se han soltado en guiones televisivos y docenas de cuartillas. 

Lo recuerdo sentado en la sección de Cultura, con el desenfado que gastaba por esa época, defendiendo a Hemingway y toda la tropa de la Generación Perdida y mi redactor jefe, tratando de convencerlo para que diversificara lecturas y autores:

—Pero, hombre, tómalo, que te gustará.

Y él soltaba una broma, se reía, vacilaba un rato, daba alguna evasiva o contestación ingeniosa y aceptaba el libro. Solía rondar por nuestra mesas, comentando tal o cual artículo, la oportunidad o no de un titular o si un reportaje merecía la pena. 

En ocasiones se sentaba en cualquier ordenador a escribir con prisas una pieza y, si no estaba por ahí haciendo reporterismo o atosigado por alguna premura, se entretenía contigo dándote conversación en la máquina del café, que es una parte sustancial de un trabajo que tiene bastante de hábito de vida.

Por entonces ya empleaba una prosa certera, de verbo rápido, de mucho impacto, trabada de ideas imprevisibles y a la contra, muy impregnada por una mitología literaria, que trataba de atrapar en la ráfaga de unas pocas líneas o un párrafo apresurado, de esos trazados a vuelapluma y sin apenas pensar, la autenticidad de una sensación o una impresión primera. 

Tiempo después todavía me repetía que tenía cierta propensión a bajar a la calle, echar un vistazo a lo que sucedía a su alrededor, y, después, al regresar a casa, entregarse a la apuntación rápida de una observación, una anécdota o un detalle que había atraído su atención.

A esos textos los denominaba «sketches» (reunió algunos en su último libro, al que bautizó con un título que ahora casi parece premonitorio: Gente que se fue). En ellos vibraba esa pulsión tan vivencial que latía en casi todo lo suyo, porque para él parte de la prosa periodística iba en el punto de vista, en la originalidad de la mirada, quizá porque justamente eso es lo que después da la singularidad a la prosa, lo que determina el estilo. 

Ahí están, como ejemplo, las crónicas que envió cuando estuvo por algún conflicto de esos de Oriente Medio. Mientras unos perdían el tiempo tratando de sacar lo de costumbre, él se desmarcaba y daba el tono de lo que sucedía describiendo un encuentro de fútbol entre chavales o cualquier otro asunto y sin que le importara demasiado si era lo ortodoxo o no. Y hacía bien.

Pero es obvio que un periodista es mucho más que la firma de una columna o el oropel de su fama. Perdí la pista de David Gistau cuando dejó el diario y, después de unos años sin saber nada de él, me reencontré con sus pasos en un gimnasio de barrio, de esos ubicados en una calle de tercera, donde yo era el veterano y él, el nuevo, aunque muy pronto se alzó, sin problemas, como todo un maestro. 

A través de estos nuevos días de coincidencias, viajes de prensa y presentaciones de libros en que nos cruzamos, fui dejando de lado al profesional que había conocido y empecé a apreciar con mayor precisión al individuo que había detrás y que la profesionalidad y la admiración me había escamoteado o impedido ver.

De la etapa anterior me había quedado con la idea del David Gistau joven que apuraba tragos y exprimía experiencias con la misma velocidad que los corredores de Fórmula Uno suman vueltas en un circuito. Pero cuando lo entrevisté para Zenda, ya venía de vuelta de todo eso, rechazaba el malditismo y los topicazos que lo rodean, y en su cabeza se había asentado un tipo de mayor envergadura donde iba perfilándose la mente del novelista con garra que ya estaba afilando. 

La última vez que charlé con él fue unos siete días antes de que lo ingresaran en un hospital. Los dos estábamos liados en un reportaje que discurría por senderos semejantes y los dos bromemos de esto y de aquello. Llevaba chupa de cuero, barba larga, vaqueros y una mirada burlona, de una contagiosa alegría… y así lo recordaré. Sé que echaremos de menos sus columnas, pero, también, al tipo que había detrás de ellas.


 (*) Licenciado en Historia



No hay comentarios: