Eras
la mejor. Créeme. Eras imbatible cuando te encaramabas a la vida.
Actuaste con una gran fortaleza mental y nos diste grandes lecciones de
pundonor y dignidad, hasta que te quedaste sin fuerzas, a todas las
personas que te seguimos queriendo.
El
día que te visité supe nada más verte que tú sabías que ibas a morir
después de tres años de combate diario contra un cáncer mortífero. Grabé
media hora de nuestra conversación sin que te dieses cuenta o eso me
pareció. Quería que tu dulce voz me sirviera de sonajero para
relativizar el dolor de ver tu cuerpo consumido por “ese monstruo que te
va comiendo sin piedad”, tal como tú misma lo definiste.
Fue
muy duro verte tan deteriorada y dolorida, postrada en la cama con
dificultades para moverte, y sentir que estabas harta de luchar porque
“sufres tanto que al final del día te preguntas sino es mejor que llegue
la muerte cuando ya no hay solución”, aunque un segundo después
rectificabas y asegurabas que “yo no quiero morir y seguiré luchando por
la recuperación milagrosa”.
Lloré
por dentro a punto de derrumbarme. Hubiera querido abrazarte, besarte,
acariciarte, pasar mis dedos por tus partes más dañadas para calmarte
todo ese dolor injusto que sentías. “Es como si estuviera en un callejón
sin salida, sabes. Si no me recupero físicamente no me pueden poner la
quimio y, sin ella, mira cómo estoy”, me dijiste señalándote unos brazos
de alambre.
Hablamos de tus
planes de futuro, del documental que estabas haciendo con Beatriz
Lecumberri en los territorios ocupados, de la cantante palestina del
conservatorio de Ramala que os iba a prestar la música para la banda
sonora. No paraste de trabajar hasta el final de tu vida. “Siempre
estamos enganchados como si necesitásemos el trabajo intravenoso”, te
comenté. “Exacto, como el suero”, me respondiste.
Estabas
preocupada por ver llorar a tu madre y a tu hermana Amaya aunque
reconociste que “yo también soy muy llorona”. Me pediste el oxígeno
porque mejoraba tu respiración. “Nunca me habías visto así, sin pelo”,
me comentaste. “No me importa. He visto a….”, te respondí y tu acabaste
la frase: “personas en peor situación”.
“Contigo no siento apuro en que
veas como estoy. Con otras personas no tengo miramientos porque así me
lo han recomendado”, puntualizaste.
Todavía
recuerdo nuestro primer encuentro en Sarajevo en junio de 1997. La
dulce jovencita prendada del veterano periodista que había visto en
directo la destrucción de los puentes de convivencia entre las
comunidades bajo una letal lluvia de proyectiles diarios y su cosecha
execrable de terror.
Habías
llegado a la capital bosnia atraída por la leyenda de la ciudad cercada,
pero pronto percibí que tú no eras como los demás. Que tras esa carita
de ángel había una mujer con las ideas muy claras y con ganas de
trabajar mucho y quejarse poco.
Eran
tiempos de silencio en una Bosnia-Herzegovina exhausta tras tres años y
medio de una brutal guerra y tú llegabas para documentar lo que a nadie
le interesa: el largo proceso de pacificación que sigue pendiente.
Ya
chapurreabas serbo-croata y me acompañaste a conocer al niño Adis
Smajic, que había sido herido un año antes por una explosión de una
mina. Me sorprendió, a pesar de tu juventud, la seriedad y el compromiso
con que te implicabas en todos los proyectos en los que ya
participabas.
Eras, como yo,
licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Autónoma de
Barcelona (UAB) en 1995, eras la actual corresponsal freelance en
Jerusalén para El Periódico de Catalunya desde 2011, y desde 2014
también trabajabas para el servicio castellano de la agencia rusa
Sputnik, cubriste con gran rigor y valentía las guerras de 2012 y 2014
en Gaza, así como distintos acontecimientos en varios países de Oriente
Medio durante las primaveras árabes y la crisis del refugiados del
Mediterráneo.
La primera década del siglo XXI trabajaste en la sección
Internacional del diario Avui y realizaste coberturas en Serbia, Kosovo,
Irán e Irak.
Aunque
coincidimos varias veces en Bosnia-Herzegovina, me di cuenta de lo mucho
que habías madurado en Irak cuando trabajamos juntos durante semanas y
recorrimos el sur del país en busca de historias tras la caída de Sadam
Hussein. Eras capaz de trabajar sin descanso durante jornadas
maratonianas y aportabas siempre a tus crónicas ángulos que otros no
captábamos.
Hay una anécdota
que destaca tu generosidad. El 6 de mayo de 2003 visitamos junto a
Guillermo Altares el hospital de Nasiriya. Un oficial de marines nos
recordó que era famoso porque en él había sido rescatada herida la
soldado Jessica Lynch y los restos de diez soldados estadounidenses
muertos en combate. El Pentágono había presentado ese rescate como
heroico y felicitado a sus comandos públicamente por sacrificarse por
“la nueva heroína de América”.
Fuiste
tú la que te diste cuenta de que el relato oficial estaba completamente
manipulado y, en vez de guardarte la historia para ti, nos invitaste a
Guillermo y a mí a sumarnos a la investigación. En unas horas pudimos
hablar con decenas de testigos que nos aseguraron que “el rescate de la
soldado Lynch no tuvo nada de heroico”, tal como titulé mi crónica en
Heraldo de Aragón y Cadena Ser.
Descubrimos
que los comandos entraron en el hospital sin pegar un solo tiro, que
Jessica Lynch había sido tratada con gran delicadeza por el personal
médico y que los soldados estadounidenses muertos habían sido enterrados
con gran respeto.
Sin tu
perspicacia nunca hubiéramos conseguido una historia exclusiva y
descubierto uno de los mayores fraudes de aquella guerra. Un conocido
medio estadounidense dio la noticia de todas estas mentiras diez días
después de que nosotros tres publicásemos el montaje en los medios con
los que trabajábamos.
En
ningún momento planteaste que era una historia exclusiva tuya aunque
tenías todo el derecho a hacerlo, y la compartiste con dos compañeros de
viaje. Luego te tuviste que pelear con tu diario para que te dieran el
espacio lógico. Pero eso es otra historia. La otra persona presente
necesito horas de negociación para que su redactor jefe aceptase que la
historia era verdadera. Aseguraba el jefecillo, famoso por sus
enredaderas ideológicas, que los estadounidenses no eran capaces de
fabricar una mentira (¡qué gracioso!) como esa.
Quedaste
finalista el año pasado en el Premio Cirilo Rodriguez, el más
importante de la prensa española para periodistas especializados en
coberturas internacionales. Ganaste este año el prestigioso Julio
Anguita Parrado que no pudiste recibir el 7 de abril por culpa del
estado de alarma. A tus 48 años, en plena juventud laboral, en la etapa
más dulce de tu gran carrera periodística, te vas para siempre.
Te has ganado a pulso el descanso eterno. Siempre te querré, querida Ana.
(*) Periodista